Whiplash (Damien Chazelle)

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El cine, antes que una expresión artística, herramienta de entretenimiento u medio de comunicación, es un dispositivo discursivo; por el simple hecho de que visionarlo implica convertirse en el receptor de un mensaje muy concreto, tan tajante como incontestable (que no irrebatible). En pocas palabras, no existe en el cine la posibilidad de intervenir en el discurso del que somos oyentes, lo que lo convierte, como ya dije, en un dispositivo puramente discursivo. Este hecho da como resultado que la mayoría de las películas traigan consigo un discurso absolutista, aquello que coloquialmente llamamos “moraleja”. Por eso tienen lugar este tipo de historias tan convencionales y reduccionistas, aquellas según las cuáles uno tiene que luchar por sus sueños, puesto que si lo hace, el éxito está garantizado. Ahí lo tenemos: un discurso claro y conciso, tan sencillo como obtuso. Lo que vengo a decir es que esta condición discursiva (casi podríamos decir dictatorial) del séptimo arte (también existente en otras formas de arte, como por ejemplo en la literatura) habitualmente conduce a los directores a plantear discursos que no admiten ambigüedades, y el caso más claro de este hecho es el clásico género “no te rindas y triunfarás”.

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Por eso es de agradecer que de vez en cuando alguien nos devuelva al mundo terrenal de un guantazo, para recordarnos que en la vida no todo es blanco u negro y que también existen aquellas experiencias de las que uno jamás llega a sacar conclusiones esclarecedoras. Es el caso de Whiplash, una película que además de poner en duda la credibilidad del sueño americano se atreve a presentar un discurso cuya moraleja queda suspendida en el aire, abierta a conclusiones personalizadas. De hecho, da la sensación de que el director juega a poner a prueba la paciencia del espectador, presentando a un personaje cuyo objetivo (convertirse en el mayor baterista del mundo) topará con la aparición de un excéntrico personaje, no se sabe si para bien o para mal; en todo caso provocando una coalición de egos de proporciones bíblicas. En ocasiones creeremos que Fletcher (profesor de batería) tan solo quiere ayudar a Andrew (baterista que protagoniza la función); y en otras que tan solo pretende boicotear su futuro. Del mismo modo, a ratos nos parecerá que Fletcher responde a una firme convicción según la cuál ser blando solo trae malos resultados… pero pasado un rato parecerá que su aptitud tan solo responde a un capricho personal.

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Damien Challeze se propone desarticular esta clase de fórmulas perfectas en las que estamos acostumbrados a creer. Andrew convierte la batería en el centro de su universo, rechazando cualquier tipo de estímulo no relacionado con el mundo del jazz, pues la leyenda cuenta que este es el método correcto para llegar al éxito. Fletcher emplea un tipo de docencia que roza el maltrato con el objetivo (supuestamente) de encontrar al nuevo Charlie Parker, estrella del jazz apodada Bird cuya genialidad floreció como respuesta a una humillación pública sufrida en la juventud. Ambos personajes toman casos aislados, ejemplos concretos, y los convierten en supuestas herramientas perfectas para alcanzar metas. Pero el caso es que Whiplash no pretende invertir el discurso: su director es consciente de que presentar el caso de Andrew como una garantía de fracaso sería caer en otra verdad absoluta. De hecho, tan consciente es el director de la ambigüedad de ciertas cosas, que ni siquiera está interesado en sacar conclusiones de la personalidad de Fletcher: del mismo modo que en cierta ocasión se nos permite intuir en él cierto atisbo de humanidad, le es rotundamente negada la clásica justificación del malo de película que “en el fondo tan solo pretendía ayudar a un alumno”.

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Tal vez algún día Andrew logre alcanzar su meta, como también podría ser que jamás lo consiguiera. Tal vez sea cierto que detrás de los maltratos de Fletcher se esconde un legítimo objetivo, como también podría ser que este objetivo tan solo sea un escudo diseñado para camuflar una caprichosa necesidad de tocar las narices. El caso es que en realidad no existe una única respuesta. Y de esto nos habla Whiplash: de la complejidad de la vida en contraposición a las fórmulas reduccionistas, del sólido muro en que se convierte la realidad cuando pretendemos moldearla mediante convicciones simplistas.

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