Un lugar llamado dignidad (Matías Rojas Valencia)

Hay muchas maneras de representar el horror, y el director chileno Matías Rojas Valencia ha escogido el de un cine de contención, que va revelando lo grotesco paulatinamente, de forma dosificada, a través de zooms pesados y ralentizados. También utiliza la sucesión de primerísimos planos (para plasmar los rostros y sus reacciones, una manera de filmar semejante a la empleada por Lucile Hadzihalilovic) o encuadres más abiertos que contextualizan el infierno. La historia nos remonta a la experiencia de Pablo, de 12 años, perteneciente a una familia desestructurada y humilde que es “becado” y llevado a Colonia Dignidad, un centro de educación fundado por alemanes que se articula sobre tres pilares impepinables: aprendizaje, trabajo y Dios. Gracias a la relación del protagonista con los demás internados y con el personal del colegio, pronto descubriremos que la escuela se rige por un sistema ultradisciplinario, proteccionista y autárquico, manteniendo aislados a sus reclusos. Mientras Pablo busca la verdad (y con ella, de la mano, la libertad), todo y nada sucede puertas adentro del recinto. Las sospechas, pues, en un principio sutiles y desconfiadas, se irán solidificando a medida que conozcamos la esencia de este dantesco escenario gobernado por el tío Píus (un Hanns Zischler que resulta aterrador).

Un lugar llamado Dignidad juega con la psicosis y el miedo de las víctimas de la dictadura, ofreciendo un terreno fangoso e incómodo que no se ve porque no hace falta. Colonia Dignidad nos parece de repente un campo de concentración, con sus estrictas normas y sus aciagos y ejemplificadores castigos. Y el drama y la tensión irrespirable le sirven al director chileno Matías Rojas Valencia para enterrar en toneladas de lodo, tierra y dolor histórico los fantasmas taciturnos pero aún vivos del trauma de una dictadura mal cerrada, como una cicatriz que, pese a los años, no cura y no deja de brotar sangre inocente de los desaparecidos, los torturados y una ciudadanía vejada para siempre. Temáticamente hablando, se asoma alguna referencia a la teatralidad oscura de Dogville (Lars von Trier, 2003) o a la comunidad endogámica que Shyamalan planteaba en El bosque (The Village, 2004). Formalmente habilidosa, la sagaz fotografía se sirve de los movimientos de cámara para mostrar lo justo y necesario: para perturbar al espectador sin alcanzar la explicitud, hecho que puede recordar también a la manera de cocinar de Lanthimos —con reminiscencias a Canino (Kynodontas, 2009)—.

La película funciona como antorcha en una cueva: ilumina, sí, pero no para salir de allí sino para que contemplemos, tan solo unos instantes, la pesadilla que nos aguarda, antes de que esta se apague definitivamente. Crítica y certera, Un lugar llamado Dignidad adquiere esa categoría de espeluznante sin necesitar mucha filigrana. Un aviso de que el mal es un fenómeno permanente, inalterable, imperecedero. Y resuena en la actualidad del país, a través del eco del firme paso de las botas militares que retumban en el cemento. «Así debería Chile», dice, lastimosamente, uno de los militares que visita la colonia. Así suena la nostalgia. Y el terror es justamente eso: la posibilidad de que algún día pueda volver el monstruo.

Podéis ver Un lugar llamado Dignidad en Filmin:

https://www.filmin.es/pelicula/un-lugar-llamado-dignidad

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