Sesión doble: Bendición mortal (1981) / Princesita (2017)

Las sectas, fuente de inspiración. En nuestra sesión doble nos vamos a dos extremistas opciones del cine sectario con el film de terror Bendición mortal, que dirigió Wes Craven en 1981 y la chilena Princesita de Marialy Rivas que vio la luz en 2017.

 

Bendición mortal (Wes Craven)

Wes Craven nos sorprende con una película de terror y falsa sororidad femenina en medio de una comunidad aferrada al fundamentalismo religioso, o como alguien dice en el film «a su lado los amish parecen “swingers”». Con lo fácil que es propagar el caos dentro de una secta, Craven no se conforma con imperar el mal entre sus feligreses, y los sitúa en medio del campo, entre una madre e hija que reniega de la religión (y de paso de los hombres) y una pareja joven formada por un ex-miembro de la comunidad y una mujer a la que los demás conocen como el ‹Incubus› (totalmente amistoso comentario, nada de ironía por mi parte).

Dentro de este marco de amistad y conciliación, y con una bonita casa en cuya entrada reina un cartel donde se puede leer ‹our blessing›, Craven desata todos los males humanos, mundanos y de corderos temerosos de Dios para dar forma a Deadly Blessing, una película olvidada por muchos que se vuelve desde hoy en una imprescindible del director.

En un lugar donde parece necesario el permiso del hombre para avanzar, pronto muere en una escena de imágenes subjetivas, guantes negros y luces deslumbrantes la figura masculina que unía a todos los habitantes de las zonas. Es aquí cuando crecen las protagonistas femeninas, cada una con una personalidad más destacable que la anterior, que deben enfrentarse al conservadurismo y a una creciente ola de muertes inexplicables, sueños oscuros y peligros acechantes, mientras ojos acusadores las tratan de “diávolas” que han llegado para propagar el pecado y la perdición.

Así seguimos los tres frentes que crean la joven viuda y sus dos amigas, cada una inquieta por sus virtudes e intereses, dando rienda suelta a lo que parecen los primeros pasos hacia Pesadilla en Elm Street —donde repetiría la escena de la bañera, convertida en mítica en esta otra película, además de inducir los terrores nocturnos como la base de antesala a la muerte—, mientras las costumbres de los fieles van minando la paciencia de las muchachas, y propagando posibles culpables, más allá del diablo.

Es destacable que, en ausencia del macho salvador, todos estos personajes femeninos no teman enfrentar cada situación tenebrosa que les persigue, mientras disfrutamos de las detalladas escenas de peligro entrelazadas con la sensualidad —provocación más que buscada para enfrentar la malsana rectitud religiosa— con que decora la afrenta del mal. Lo mejor es un frenético final donde todo es sorpresa y extrañeza, como una bomba de relojería con la que Wes Craven intenta explotar nuestras cabezas.

Deadly Blessing es imperiosa como ejercicio de terror, dentro de ese oscuro submundo de las sectas más radicales, que ya por su simple existencia nos harán temblar.

Escrito por Cristina Ejarque

 

Princesita (Marialy Rivas)

Mientras más oscura la noche, más brillantes las estrellas. La voz en off de la narración de Princesita (Marialy Rivas, 2017) funciona prácticamente desde el comienzo como guía del punto de vista del relato de la niña protagonista. Tamara (Sara Caballero) vive en una comuna en mitad del bosque, alejada de cualquier contacto externo salvo por su asistencia al colegio. El líder Miguel (Marcelo Alonso) la ha escogido para engendrar al que será su sucesor al frente de este grupo en cuanto llegue su primera menstruación. En el exterior, en medio de la naturaleza, la directora utiliza planos a cámara lenta con una estética hiperestilizada por la extrema luminosidad forzada y los vivos colores. En combinación con las muestras de supuesto gozo y felicidad se fija así una belleza artificiosa que se impone psicológicamente a la percepción de la realidad, que poco a poco se irá filtrando en pequeños detalles desde el fuera de campo, las elipsis y la fragmentación de la memoria provocada por el trauma. Con la rutina de su cotidianidad descubrimos la estructura de esta microsociedad y cómo Miguel se sirve del poder a través de la instrucción colectiva, las dogmáticas normas y la atención individualizada hacia Tamara.

Marialy Rivas sigue aquí con esa crítica feroz a la opresión religiosa —y específicamente sobre las mujeres— que desarrollaba desde lo cómico en su largometraje anterior, Joven y alocada (2012). Las reglas le parecen inofensivas y caprichosas pero, según se suceden las situaciones, la mirada de la niña capta a su alrededor detalles y escenas que no acaba de comprender en todo sus horror. Carente de las herramientas necesarias para procesar sus emociones o entender exactamente lo que le sucede a sí misma o en su entorno, las reflexiones entre susurros dentro de su cabeza se configuran como intentos de crear una narrativa coherente que se adecúe a los sentimientos contradictorios y a los grandes cambios que está a punto de experimentar en la pubertad. Como una búsqueda de respuestas a la oscuridad que la envuelve y a los secretos que se esconden en ese gigantesco granero decorado como un templo con su símbolo de la doble cruz de neón. Esa capacidad de transformación de la que pretende aprovecharse Miguel utilizando a los jóvenes hombres y mujeres a su servicio en la secta también es la que la cineasta propone como posibilidad de emancipación, como arma de defensa contra el abuso. Porque el primer paso para combatirlo es ser consciente de que se es víctima del mismo.

El temor ante la inminente llegada de su primera regla y los intentos de ocultarlo la alejan de su rol impuesto dentro de la organización de este culto. «Tu cuerpo no es tuyo» llega a interpelarle una joven colaboracionista después de capturarla en el ejercicio de su autonomía sexual, subvirtiendo las exigencias del líder. También es el momento clave en el que vemos la violencia explícita, directa y brutal que se desata siempre a través de sus ojos, apoyándose en el plano subjetivo y en el contraplano de su rostro en pos de la identificación y empatía absoluta con la víctima a la que los integrantes del grupo niegan su identidad, cosifican y explotan para unos fines que justifican su corrupción moral a través de una jerarquía de valores alienante y criminal.

Escrito por Ramón Rey

 

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