Two Years at Sea (Ben Rivers)

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Son muchas las películas que, ya sea desde el terreno de la ficción o del documental, han intentado explorar la conexión profunda que puede establecerse entre el hombre y la naturaleza, pero muy pocas alcanzan el grado de compromiso que refleja esta película de Ben Rivers. Tal vez sólo el cine de Werner Herzog haya seguido tan de cerca y tan callada y respetuosamente la pretensión del individuo de fundirse con el entorno, quién sabe si fascinado por esa aspiración de renuncia a todo lo material que tiene algo de desvarío de un orate iluminado (toda la obra herzogiana está recorrida por locos con hambre de absoluto). Mientras en títulos recientes como Hacia rutas salvajes se describía el proceso de depuración que llevaba a un joven y acomodado estudiante a perderse fuera de los márgenes de la civilización haciendo especial hincapié en el porqué de su aventura, Rivers prefiere obviar las razones y atender únicamente a la desnudez casi suicida de aquel individuo que, por motivos que se nos ocultan, decidió aislarse en medio del bosque para poder sentir el vértigo de una vida marcada por la soledad, el recogimiento y una íntima (casi religiosa) unión con el violento y apabullante entorno natural que le rodea.

Rivers retrata esta atípica forma de vida sin injerencias de ningún tipo, eligiendo, de todas las opciones posibles, aquella basada esencialmente en la invisibilidad de la cámara. Somos ese ojo espía que se adentra en la intimidad más absoluta del personaje, contemplándole, desde una saludable neutralidad, moverse en su particular rutina diaria: bañándose, cortando leña, paseando, escuchando música, leyendo, etc. Este “estar sin estar” permite sentir de forma más intensa la singularidad de su discurrir vital, haciéndonos partícipes de esa austeridad calmosa y meditativa que define su existencia. Esta opción narrativa, sin embargo, acaba desembocando en una experiencia hasta cierto punto frustrante. Porque no somos el protagonista, no compartimos tan drásticamente su fascinación por la vida ermitaña o su embrujo por los territorios vírgenes o aislados de la civilización. Por este motivo, la ausencia de asideros puede hacer que el carácter eminentemente contemplativo de la propuesta se vuelva en su contra, convirtiendo la expresión de una determinada filosofía vital (basada en el desprendimiento y el retorno a los orígenes) en un insistente runrún de fondo que acaba poniendo a prueba la paciencia de un espectador (este que escribe al menos) inicialmente fascinado por la naturaleza casi táctil de sus imágenes.

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Porque, lo que resulta a todas luces innegable, es la cualidad profundamente estética que Rivers otorga a ese paraje en el que vive el protagonista. Valiéndose de la textura granulada (con bienvenidas y ocasionales manchas en su superficie) que permite la filmación en 16 mm, Rivers logra plasmar un universo natural que se siente violentamente irreal, como velado por una finísima película hecha de niebla y misterio que separara lo filmado del terreno de lo real, situándolo, por el contrario, en un limbo extraño y fantasmagórico que potencia aún más si cabe la desconexión del personaje respecto al resto de la sociedad. En este sentido, el impacto poético que ocasiona el fotograma en el espectador constituye la mejor herramienta expresiva a la hora de transmitir la obsesión del personaje por esa vida difícil y, al tiempo, terriblemente simple. Aunque no menor es la importancia del diseño del sonido, que convierte el crujir de una rama o el suave crepitar del fuego en poderosas armas de evocación poética.

La impecable arquitectura visual del filme (más allá de la excelente labor de fotografía y sonido, hay que reconocer que Rivers sabe dónde colocar una cámara) consigue subyugar fácilmente la mirada del espectador, pero, como apuntamos anteriormente, la cinta falla a la hora de mantener constante esa fascinación, haciendo que puntuales logros expresivos (la ascensión casi mágica de la casa a la copa del árbol, ese último plano que funde literalmente el rostro del protagonista en la vasta oscuridad de la noche) queden como marginales notas de trascendencia en un conjunto marcado por el desequilibrio y la saturación de una misma idea (la lucha del hombre por consumar su unión con la naturaleza), una idea hermosa que Rivers alimenta con paciencia y honestidad, pero a costa de cargar la espalda del espectador de unas dosis de tedio que quizás podían haberse rebajado. En cualquier caso, es una obra radical y diferente, enigmática ya desde su mismo título, cuyos esporádicos vínculos con el pasado del protagonista (esas fotografías que se intercalan en el fluir de la narración) sugieren la posibilidad de un sacrificio que adquiere su recompensa en ese abandono profundo y severo que el personaje acomete desde las entrañas mismas del bosque, dejando que el silencioso respirar de la naturaleza se acomode lentamente al suyo, para que, finalmente,  sean uno y el mismo.

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