Thomas Vinterberg… a examen

En la reciente Druk (2020) un experimento social servía de excusa a Thomas Vinterberg para desarrollar una mirada crítica sobre la cultura del alcohol y las causas sociales alrededor de su consumo. Pero no es la primera vez que el cineasta danés utiliza este tipo de recurso para aislar a un grupo de personajes y crear un microuniverso que sirva de reflejo de la sociedad en su conjunto, amplificándolo a través de la cámara para observarlo minuciosamente. En Kollektivet (2016) instrumentalizaba la comuna protagonista para cuestionar la mediatización de las relaciones personales por las tradiciones y cómo afectan al deseo, la amistad y el amor formados a través de ellas. En 2005 el largometraje guionizado por Lars von Trier, Dear Wendy, hacía lo propio abordando la relación de los estadounidenses con las armas y la violencia. Para ello toma de punto de partida un pequeño pueblo minero de Virginia Occidental, Estherslope. Allí Dick (Jamie Bell) relata su relación con Wendy, una vieja pistola que compró creyendo que era de juguete, a través de una voz en off que funciona a modo de carta y diario personal. Cuando es consciente del efecto que tiene en él llevarla encima al poco de morir su padre, recluta a un grupo de jóvenes para establecer un club privado alrededor de las armas, con sus ceremonias, lenguaje y normas.

Con Freddie (Michael Angarano), Huey (Chris Owen), Stevie (Mark Webber) y Susan (Alison Pill) utilizan de base de operaciones una vieja mina abandonada. Un elemento irónico más dentro de este relato, al tratarse de chavales que por sus situaciones no quieren o no pueden trabajar en la actividad que da vida al lugar. Al negar a las armas su función, su verdadero fin, pueden seguir perpetuando la ilusión de ser pacifistas. Visten con ropajes anacrónicos dignos del siglo XIX y se hacen llamar dandis, en clara referencia al origen supuestamente civilizador y avanzado de la Revolución de los Estados Unidos. También como oposición a la barbarie de quienes las utilizan en el exterior: las bandas y las fuerzas del orden que atemorizan a los ciudadanos de bien. La relación ambigua de Dick con el sheriff da buena prueba de esto. Esta descontextualización de la violencia y del origen de su poder simbólico —de cuyos efectos positivos de reafirmación personal pretenden beneficiarse obviando la naturaleza del mismo— es en lo que basa Vinterberg la subversión de los códigos de lo que acaba siendo un western trasladado al mundo contemporáneo. A través de ello ejecuta una ácida desmitificación de la cultura de las armas y una exposición de la violencia asociada, que palpita todavía como sustento moral de la sociedad estadounidense.

Las relaciones entre los miembros de este club son el eje de la narración. Con su habitual habilidad con la cámara en mano y los planos sostenidos en los rostros, Vinterberg provee con su movilidad dentro de los espacios un extraordinario mimetismo con el punto de vista de los personajes y su experiencia subjetiva. Sus distintos talentos con las pistolas haciendo puntería, sus nombres, sus estudios históricos y coartadas intelectuales dejan paso a la irrupción de un elemento desestabilizador encarnado en Sebastian (Danso Gordon), alguien que sí ha utilizado las armas para matar. Con él y su abuela Clarabelle aparecen además unas connotaciones raciales ineludibles mientras señala lo absurdo de los rituales. Unos rituales que enmascaran también el inequívoco vínculo entre su refinada fascinación por las pistolas y la expresión de una hipermasculinidad subrayada por la presencia de la única mujer del grupo y su particular forma de disparar, relacionarse con el nuevo integrante o sus expectativas al participar de sus actividades. Cuando acaban utilizando las armas, los efectos no sólo se observan a través de las heridas de bala, la sangre o los gritos. El director incluye breves planos radiográficos en los que se puede captar con todo detalle cómo los proyectiles rompen huesos y perforan la carne humana. Un contraste acusativo absoluto con la representación estilizada, que pasa por alto las consecuencias de la violencia, en las ficciones típicas de Hollywood. Dear Wendy apela con todo esto a una narrativa trágica de antihéroes románticos, que acaban siendo víctimas de sus contradicciones y de la idealización de la violencia de un país construido sobre ellas.

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