The Palace (Roman Polanski)

¿Dónde está Roman Polanski? Creo que somos mayoría los que nos hemos acercado a The Palace como si se tratase de un accidente de tráfico, mera actitud voyeurista. También es cierto que a una escena sanguinolenta en la realidad no me acercaría si no fuese por obligación, pero para el cine tengo otros niveles de tolerancia en esto de abocarse a cualquier tipo de abismo. El caso es que ya rondaba más de media película por mi cabeza cuando me he dicho: «y aquí, ¿dónde está Polanski?», porque esa literalidad que tanto le pesa a esta especie de comedia parece un tanto ajena a cualquier cosa que haya dicho o hecho con anterioridad el director, podría firmar cualquier otro esta película y nos lo creeríamos, Alan Smithee, sin ir más lejos, sería ideal para finalizar los créditos de The Palace.

No he sido capaz de acercarme a los sanguinarios textos que se han escrito sobre esta película, pero se percibe de lejos que la literalidad que abarca The Palace se le ha debido atragantar a más de una y de uno. Es normal pensar en Polanski y Skolimowski juntos creando algo tan singular, sencillo y efectivo como El cuchillo en el agua y no entender la deriva de la que, por el momento, es su última colaboración juntos, pero parece que nos han puesto en bandeja la opción de especular con los resultados, intenciones y subrayados que dan forma a este peculiar estudio sociológico de la fealdad más absoluta. La otra opción es olvidar quién se esconde tras las labores cinematográficas y observar el “accidente”, dejarse llevar por los movimientos de los personajes y decidir algo tan básico como si la película entretiene o no. Tampoco hace falta mirar más allá si no quieres acabar con un cerebro humeante.

Porque Polanski no está en lo visual ni en lo narrativo, pero es evidente que sí hace acto de presencia intencionalmente, y el conjunto es ciertamente intrigante. El film se basa en lo grotesco, obsceno, aburrido y elitista, los extremos que pueden mostrar los ricos muy ricos y muy avejentados en un momento de cambio. La ironía se acaba en el momento en que deciden ambientar la historia en los albores del año 2000, esa nochevieja en la que todos (los que lo vivimos, vaya) especulamos sobre si al día siguiente nos encontraríamos en el escenario de la única película dirigida por Stephen King, La rebelión de las máquinas —vale, esto me lo he sacado de la manga porque por aquel entonces no sabía ni que existía esa película—. Se entiende que Polanski, Skolimowski y Piaskowska nos muestran un posible fin del mundo anunciado, dentro de un marco que apesta a pura fachada y que trae los zombies (ricos pellejudos y ultraoperados con pocos miramientos) de serie. Para que no pensemos que estamos ante una película de terror, y con la intención de que no decaiga la fiesta, la música, un tanto alegre y otro tanto “payasil”, subraya en todo momento la comedia, la celebración, el tumulto.

La lectura es rápida, sencilla y directa, no nos encontramos con ninguna exigencia para entender lo que ocurre, el problema es pasarse de frenada, o en este caso el no haber instalado los frenos de serie. Los personajes son rancios, los chistes insultantes y la integridad brilla por su ausencia. ¿Es esto un problema? Diría que no, siendo que no esconde sus intenciones en ningún momento, nos muestra desde el desprecio y con cierta jocosidad lo que realmente desdeña quien ha decidido crear la película, por lo que no debería hacer que nos llevemos las manos a la cabeza. Es más, podemos elegir nuestro personaje grotesco preferido, yo me quedo con los morros hinchados de Mickey Rourke, parece estar en su salsa. Por momentos me ha dado por pensar en ¿Qué? (1972) y la implementación de la comedia de enredo y simplona entre la alta burguesía —que tampoco emocionó en su momento a la gente—, y aunque lo intento, no consigo encontrar las similitudes porque la intención de su humor no nos lleva precisamente al mismo lugar. The Palace se reproduce con cierta sorpresa cuando realmente no esperabas nada en particular, pero no deja una marca autoconsciente más allá de que cualquier nicho social que tenga dinero para pagar una estancia en un hotel en algún lugar perdido de Suiza en pleno cambio de siglo puede ser objeto de mofa por Polanski, sin medias tintas, al engroso. Se podría decir incluso que su poco acertada imagen final es un resumen perfecto y a la vez una acción innecesaria con la que tirar la película a la basura, no una declaración de intenciones sino una barrabasada extra con la que delimitar la gran broma que alegremente se ha presentado en uno de esos festivales súper elitistas. No, no me ha parecido horripilante, pero… ¿y Polanski?

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