Rostock, agosto de 1992. Una de las ciudades más importantes de la extinta República Democrática de Alemania está en pie de guerra. Grupos de jóvenes de ideología derechista se enfrentan a la policía con el objetivo de intimidar a los habitantes del sobreexplotado asilo de refugiados extranjeros, mayormente romaníes y vietnamitas, en el distrito de Lichtenhagen, concretamente en la llamada Casa de los girasoles. Los fracasos gubernamentales, con los políticos perdidos en líos de poder y responsabilidades, provocan que los disturbios alcancen tal volumen que los atacantes arrojan cócteles molotov al edificio, sembrando así el terror entre sus habitantes. Es la síntesis de un incidente vergonzoso en la época post-reunificación que sólo dejó un dato bueno: no hubo víctimas mortales.
Hacia este punto de la historia dirige su mirada el cineasta Burhan Qurbani, de origen afgano (emigró a Alemania tras la invasión de la URSS) y cuyo más inmediato precedente cinematográfico lo tenemos en Shahada, película que también trataba la cuestión inmigratoria y que participó en la Berlinale 2010 (con críticas no del todo entusiastas, por otra parte). Con la ayuda de Martin Behnke en el guión, Qurbani narra en Somos jóvenes. Somos fuertes. (Wir sind jung. Wir sind stark.) el episodio histórico desde dos puntos de vista diferentes. Primordialmente, centra su atención en un pequeño grupo de jóvenes que a posteriori protagonizarían el asalto al edificio. Ahí encontramos al protagonista de la cinta (si es que en una película que narra un conflicto de tal magnitud puede haberlo, claro), Stefan, que como casi todos en la obra no tiene nada claro su propósito en la vida; para colmo, su padre es un político local que se opone frontalmente a los alborotadores de derechas. Pero Qurbani también introduce a lo largo de la obra cómo ve el conflicto la inmigrante vietnamita Lien, que compagina su duro trabajo con una escasamente placentera vida en la Casa de los girasoles.
Lo primero que capta nuestra atención en Somos jóvenes. Somos fuertes. es la deliciosa fotografía en blanco y negro. En un primer momento parece una decisión idónea, ya que el gris refleja muy bien el carácter de los personajes y el futuro de un país que en muchos sitios no acababa de creerse la democracia. Pero Qurbani nos tendrá varias sorpresas preparadas en materia visual, así que nada se puede dar por supuesto. De hecho, una de las cosas que más llaman la atención en el estilo del cineasta es que trata de huir de academicismos en lo referente a la dirección y juega continuamente con la técnica, como ese plano en el que la cámara se dedica a girar 360 grados durante algunas veces, hasta tal punto que contagia al espectador un vértigo que podría ser parecido al que sienten los protagonistas de la escena durante las horas previas al incidente.
Pero más que la portentosa forma, importa mucho lo que el director afgano nos quiere contar. Con un pasaje histórico de tal calibre, con tantas ideologías y razas mezcladas, con un choque frontal entre el pasado que recuerdan los adultos y el futuro que les espera a los jóvenes, siempre existe el riesgo de caer en el estereotipo. Behnke y Qurbani, sin embargo, le dan la vuelta al asunto y logran algo nada fácil: dejar que el espectador se construya su propio juicio sobre lo acaecido en lugar de servírselo mascado en bandeja. El personaje de Stefan es el vivo reflejo de todo ello, ya que no actúa en base al joven bondadoso al que en un principio parecía estar destinado, sino que se mueve por lo que es: uno de los muchos jóvenes perdidos en un mar de confusión sociopolítica. Como dice él al comienzo de la cinta tras una charla con una antigua amiga: “No soy de izquierdas ni de derechas, soy normal. ¿No se puede ser normal?” Aunque la verdadera clave de la revuelta acabará llegando por parte de Ramona, quien hasta ese momento parecía el personaje más insulso de la película: “Antes teníamos seguridad. Ahora somos libres y eso nos da miedo”. Un perfecto resumen de algo que ya se venía gestando a lo largo del filme, como esa escena donde el grupo de jóvenes teóricamente ultraderechistas pasan de cantar una canción nazi a entonar la Internacional; otra muestra más del desconcierto juvenil de la época.
Con todo, no es menos importante que Qurbani sepa contarnos todo esto sin bajar el ritmo de la película, al menos una vez pasada la primera media hora, bastante más farragosa que el resto de la cinta. A partir de ahí, Somos jóvenes. Somos fuertes. se torna en una poderosa crónica de uno de los capítulos más nefastos en Alemania tras la caída del Muro. Una película que consigue mantenernos pegados al asiento, que narra con conciencia documental y humana un conflicto que no se debe olvidar, que ilustra el letal impacto en la juventud de los cambios bruscos de régimen (y, por consiguiente, de estilo de vida) y que dota a sus personajes de carácter propio y nada tópico. Todo esto sin olvidar una última media hora trepidante, culminada por un soberbio a la par que pesimista plano final. Una de las sorpresas más agradables del cine alemán en esta segunda década del Siglo XXI.