Silvered Water, Syria Self-Portrait (Wiam Bedirxan, Ossama Mohammed)

Silvered Water, Syria Self-Portrait

Si en Videogramas de una revolución, Harun Farocki capturó la caída del dictador Ceaucescu a partir de todo el material audiovisual (oficial –televisiones– y privado –ciudadanos) registrado en aquella fecha, ofreciendo, de este modo, un fresco urgente y caleidoscópico de ese momento crucial en la historia de Rumanía, en Silvered Water, Syria Self-Portrait (poético título del filme que nos ocupa) Ossama Mohammed hace algo parecido pero con distinto fin, esto es: más que intentar articular una narrativa que explique, sin filtros y con un rigor metódico digno de un cirujano, lo que está sucediendo en el país, Mohammed prefiere aplicar una mirada igualmente fundamentada en una visión colectiva caracterizada por su inmediatez y crudeza, pero su tratamiento en la sala de montaje convierte este collage desolador en un amasijo informe y fascinante de imágenes terribles que, desprovistas como están (en mayor o menor medida) de un principio de narratividad tradicional (por expresarlo de alguna manera), sí configuran, juntas, el paisaje profundamente perturbador de un país en carne viva, diariamente castigado (¡desde hace años!) por la voluntad homicida de un tirano que prefiere masacrar a su propio pueblo antes que abandonar el poder.

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En este sentido, el uso inteligente que se hace de las nuevas tecnologías (casi todas las imágenes están extraídas de dispositivos móviles, a pesar de lo cual –o gracias a ello, quién sabe– transmiten una fuerza extraordinaria) sirve tanto para retratar, desde sus intestinos, el sufrimiento del pueblo sirio y la criminal labor represora de Bachar el Assad, como para forjar una poética retorcida y doliente en torno a la resistencia y la dignidad de los ciudadanos sirios. Estructurada en forma de diálogo entre Mohammed (refugiado en París) y la cineasta kurda Wiam Bedirxan (testigo valiente del horror perpetrado por el ejército de Assad), Silvered Water teje un espeluznante tapiz visual y sonoro valiéndose de infinidad de grabaciones caseras que registran todas esas atrocidades que sabemos que tienen lugar en Siria desde hace ya demasiado tiempo, pero que muy rara vez llegamos a ver, relegándolas, tristemente, a un mero ruido de fondo que, por persistente y lejano, ya casi ha dejado de hormiguearnos en la conciencia. Por eso este documental (casi ensayo audiovisual sobre el miedo, la barbarie y la lucha por la libertad) me parece tan esencial: porque coloca en primera línea un conflicto que ya apenas ocupa espacio en los informativos, obligándonos, al ponernos de cara frente al horror (hiriente, necesariamente desnudo), a no permanecer impasibles ante la injusticia y la desgracia ajena.

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Por otra parte, aunque el objetivo principal de Mohammed y Bedirxan es denunciar una situación claramente insostenible y no tanto entrar en el análisis puramente político, no se les escapa a sus responsables la complejidad de un problema cuya solución sigue siendo harto conflictiva. Mientras miles de civiles inocentes (muchos de ellos niños) mueren diariamente en Siria (especialmente en la castigadísima Homs) a manos de el Assad y sus secuaces, el sectarismo ha fructificado en las filas rebeldes, suponiendo una amenaza más para un pueblo que, desde un principio, sólo pedía (y pacíficamente) la libertad. Con su tono a medio camino entre la elegía y la más pura indignación, Silvered Water retrata un país al borde del abismo en un estilo que recuerda ligeramente al empleado por Karagiorga en Semillas de diciembre, otra crónica visceralmente creativa de una revolución captada a pie de calle (y atribuida, en su momento, al documentalista Chris Marker). Puede que su tono poético caiga ocasionalmente en un exceso de evocación lírica (hay algún instante de voz en off prescindible), o que alguien echa en falta mayor cobertura temática o analítica, pero como espejo de lo que ocurre en Siria ostenta un poderío incuestionable: nunca antes había visto un filme que reflejara de forma tan vívida, enfermiza y conmovedora la sangría a la que Bachar el Assad está sometiendo a su pueblo, ante la mirada (¿cómplice?) de Occidente, que asiste a la matanza no se sabe si con impotencia o con indiferencia.

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