Sesión doble: Manual del joven envenenador (1995) / El fabricante de la muerte (1995)

La sesión doble regresa, y en esta ocasión lo hacemos con el ‹True crime› en su versión ficcionada con dos títulos a rescatar: primero con el debut de Benjamin Ross tras las cámaras en Manual del joven envenenador, y a continuación también con otra ópera prima, en este caso del bávaro Romuald Karmakar con su El fabricante de la muerte.

 

Manual del joven envenenador (Benjamin Ross)

El éxito de programas televisivos como Crims, junto a una avalancha de documentales de crímenes reales, especialmente en plataformas, ha disparado la popularidad del género ‹True Crime›. Se podría hablar largo y tendido sobre cuestiones morales al respecto y, sobre todo, acerca de qué nos dice esto sobre su significado a nivel social e incluso individual. Al fin y al cabo, aunque siempre ha habido interés por este tipo de historias, el hecho de que generen este elevado interés plantea un interesante debate alrededor de su potencia como catalizador del morbo.

Precisamente y a este respecto, Manual del joven envenenador (The Young Poisoner’s Handbook, 1995), se postula como un artefacto que huye, esencialmente a través de su tono, de cualquier intención mórbida. Ayuda, desde luego, el posicionarse en un unto de vista ficcional. Es decir, como una de esas películas “basadas en hechos reales” donde el factor realista del documental queda supeditado a la dramatización ficcional. En este sentido, su director Benjamin Ross, opta por aproximarse al tema desde el punto de vista del criminal, un joven de tendencias psicopáticas interesado por la ciencia, la química y el uso de venenos.

Así pues, estamos ante un retrato que pone en primer plano los hechos vistos por su ejecutor dejando de lado la investigación criminal. Lo que interesa aquí es la visión del criminal, su vida, sus motivaciones, sus procesos mentales. Aunque se esbozan posibles motivos, en realidad estamos ante lo que podría ser un crónica del día a día del protagonista. Si bien es cierto que por la propia trama de la historia hay un cierto desvío hacia elementos clínicos, en realidad lo que importa es su enfoque determinista. Lo que este “manual” parece mostrar es la imposibilidad de escape ante los propios impulsos. Eso sí, sin caer en una especie de sermón que haga de este caso una causa general.

Una aproximación que se hace con un tono de comedia negra, intentando como decíamos huir del morbo y de lo horripilante de los hechos a través de una mirada a veces irónica, a veces incluso tierna. Y es que, y quizás más significativo, se pretende huir de la mala fama de estos productos de hechos reales, demasiado asociados normalmente a subproductos televisivos de amarillismo rampante, dudosa calidad y factura de pésima calidad.

En este sentido, Manual del joven envenenador se presenta como un film ágil, divertido a ratos, tremendo todo el rato en lo que narra, pero que no necesita grandes alardes de salvajismo para captar nuestra atención. Básicamente consigue algo meritorio (aunque al fin y al cabo no debería serlo), que no es otra cosa que tomarse en serio el género, trabajar correctamente el material y saber crear un producto interesante sin la necesidad de recurrir a trucos baratos para captar la atención. Un manual pues que debería ser rescatado precisamente como guía de buenas prácticas para un subgénero que amenaza con morir de éxito ante la avalancha de films y su lucha por ver cuál es el más morboso de todos.

Escrito por Àlex P. Lascort

 

El fabricante de la muerte (Romuald Karmakar)

Acusado de asesinar vilmente a más de veinte adolescentes, Fritz Haarmann se ganó a pulso su apodo, el Carnicero de Hannover. Tras marcar a fuego la sociedad de entreguerras alemana, este asesino serial fue ajusticiado en 1925, rindiendo cuentas en la guillotina y poniendo fin a una macabra cadena de muerte y sadismo. Mucho después, en 1995, el director Romuald Karmakar decidió probar suerte con su adaptación para la gran pantalla con El fabricante de la muerte (Der Totmacher), un ‹true crime› narrativamente atrevido y arriesgado por su formato teatral y minimalista, pero también por una deslumbrante caracterización y, sobre todo, un excepcional reparto. La película se centra concretamente (y de manera exclusiva) en los interrogatorios que el doctor Schulze, psiquiatra y neurólogo, hizo a Haarman para dictaminar hasta qué punto el monstruo era consciente de sus actos o en cambio obró bajo los efectos de un delirio esquizofrénico.

La cinta nos enfrenta al psicópata en un ‹tête à tête› espeluznante articulado a través de diferentes escenas concentradas en un mismo espacio: una habitación que a ratos se vuelve luminosa y a otros una cápsula de hedor, sangre y claustrofobia. La fuerza y la intensidad del guión nos sobrecogen y contaminan el relato de una tensión bárbara, a veces inaguantable. Haarmann no solo mató: torturó, despedazó, mordió, descuartizó y sodomizó a sus víctimas. Incluso vendió sus huesos y la grasa de sus cuerpos a algún desafortunado y confiado vecino. Todo este testimonio, narrado perversamente por el protagonista con todo detalle y de forma escabrosa pero natural, queda recogido y reproducido en El fabricante de la muerte. El director confía firmemente en su texto, y por eso se asegura de poner, con pocos dispositivos, toda la carne en el asador (permítanme la expresión).

Mención especial merece la interpretación poliédrica, corporal y grotesca de Götz George. Con un trabajo físico y mental impecable y gigantesco, el actor se introduce en la piel de aquel asesino que inspira terror y, a la vez, se nos antoja como sensible y particularmente humano. La monstruosidad, amorfa y cambiante, se plasma en pantalla con un rigor sin iguales. Götz, polivalente, adopta la velocidad y los cambios de ritmo de una montaña rusa interpretativa: gestos, miradas y energía. Todo funciona. Y como público, nos compadecemos y nos horrorizamos por igual. Ese es el precio que cobra la película: que a ratos (o aunque sea tan solo por un nanosegundo) empaticemos con alguien que también sufrió el abuso, el ostracismo y la soledad a lo largo de su vida. Alguien que también amó. Un creyente empedernido. Alguien que recuerda con nostalgia su infancia. Alguien que presume de una fuerte amistad. Voraz, persuasivo, emotivo y casi lastimoso, el personaje nos conmueve sin dejar de escandalizarnos.

Renunciando a todos los vicios y los ardides del ‹true crime› moderno, sin trampas efectistas ni grandes despliegues visuales, El fabricante de la muerte logra impactar desde el minimalismo. El respeto del director por víctimas y verdugos se palpa constantemente (por ejemplo, a través de la complicidad creciente entre interrogado e interrogador), pero también se aprecia (y hasta se agradece) la distancia y la contundencia a la hora de filmar una bestia reencarnada en un portentoso actor: Karmakar encierra a un ser maligno en un clima asfixiante, para que no pueda salir nunca más. Una película mutante, que bascula entre el terror psicológico y el documental; que puede recordar a El silencio de los corderos y que también puede haber servido como modelo a trabajos ulteriores como la aplaudida Mindhunter de Fincher. La prueba que aquello que parte desde lo humilde puede acabar derivando en una mirada directa pero lúcida a los ojos del horror. Un horror, para más inri, que sabemos con certeza que ha ocurrido.

Escrito por Agus Izquierdo

 

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