Sesión doble: Los verdes paraísos (1947) / La noche de los cristales rotos (1991)

La amnesia es el epicentro de nuestra nueva sesión doble, donde nos encontramos con dos autores bien distintos entre sí: por un lado, el cineasta argentino Carlos Hugo Christensen y su drama Los verdes paraísos, y por el otro un Wolfgang Petersen ya en su etapa USA, con un film protagonizado por Bob Hoskins y Tom Berenger, La noche de los cristales rotos.

 

Los verdes paraísos (Carlos Hugo Christensen)

Al protagonista de Los verdes paraísos su mejor amigo, médico de profesión, le diagnostica epilepsia. De esta manera encuentra la explicación para el problema inesperado que le acaba de confesar: durante un tiempo prolongado que abarcó años enteros fue otra persona y no él mismo. Es decir, fue alguien más. Ahora, ha recobrado la conciencia y se ha enterado de muchísimas cosas: no sólo está prometido a una mujer hermosa que con su amor le corresponde —y llamativamente se llama igual que una antigua novia vedette—, sino que es autor de El otro cielo, un libro que al parecer está considerado el más influyente del tiempo en que le tocó vivir. Como no puede recordar tan siquiera un detalle de aquel período y desconoce por completo el arte de las letras así como, desde luego, el contenido que atesora aquel libro aclamado por todos, se inflige a sí mismo —y también a Nora— un castigo: provoca poco a poco la distancia que ha de romper su relación.

Carlos Hugo Christensen, poeta además de una figura privilegiada de la época considera “de oro” de la cinematografía nacional, filmó esta película que escribió César Tiempo basada en uno de los últimos cuentos de Horacio Quiroga, nombre mayúsculo en la historia de la literatura argentina. Si bien en el argumento persiste una influencia naturalista —la concepción por la cual no sólo la carga genética se hereda, sino también los comportamientos de los personajes—, que permite asociar la enfermedad del protagonista a un historial de “nerviosos” en su familia, se estable una tensión particular con lo fantástico. El tema del doble —doppelgänger— termina por inclinar la balanza, en el momento que de manera implícita se asumen las consecuencias del problema sin haber podido determinar del todo su causa. Lo que importa es cómo vivir con el otro que vivió en mí —y que un día de pronto puede volver—.

Se sabe que en el cine clásico no hay puntada sin hilo. El maridaje entre forma y contenido, en la obra de Christensen, es una condición. La transposición que en primer lugar firma César Tiempo no agrega personajes: multiplica. El proceso llevado a cabo aquí empieza por tomar como punto de partida al protagonista, Julio Roldán, y en torno a él sumar de a uno o de a parejas. De esta manera se puede advertir la constante presencia de dobles y triangulaciones en Los verdes paraísos. Y la puesta en escena obra igual: cada secuencia tiene un par de planos destinados a un fin y otro par destinados cada uno a un personaje y, además, tiene su correspondencia en alguna otra secuencia de la película. El resultado es un film extraño, que desprende un encanto magnético, donde abundan los espejos y las sombras.

Escrito por Juan Cruz Bergondi

 

La noche de los cristales rotos (Wolfgang Petersen)

La amnesia ha sido una patología frecuentemente empleada en el cine negro de los cuarenta como elemento integrante en el espinazo de diversas y variopintas tramas. Sin duda los efectos de este padecimiento casaban a la perfección con esa atmósfera malsana de sombras y luces característica del género, ligado igualmente a los traumas ocultos presentes en la sociedad estadounidense tras la conclusión de la II Guerra Mundial.

Tomando prestadas múltiples referencias de clásicos del género (como Sólo en la noche, El ministerio del miedo, La dama desconocida, El cartero siempre llama dos veces o Paula por poner algunos ejemplos), Wolfgang Petersen —cineasta alemán curtido en el cine comercial americano de los 80 y 90— hilvanó en 1991 una especie de homenaje al género negro que combinaba con mucha osadía los mejores ingredientes de las obras producidas en los años cuarenta con ese desenfado y garra (tanto en los aspectos violentos como en los referentes al calor erótico) del séptimo arte de los 90. Y es que La noche de los cristales rotos (esotérica traducción española del original Shattered) formó parte de una especie de ‹boom› que explotó en esa época gracias a las aportaciones de nombres como John Dahl y Dennis Hopper en un intento por reverdecer el espíritu del noir más inmaculado tintado con ese thriller fogoso previo a que los telefilmes contaminaran el sustrato original de la intriga cinematográfica.

La cinta arranca mostrando como un coche cae por un barranco en mitad de la noche californiana causando graves lesiones a su conductor. Sin embargo, Dan (Tom Berenger) conseguirá sanar sus heridas gracias a la ayuda de su esposa Judith (Greta Scacchi), menos unas quemaduras que le han deformado la cara obligando a los médicos a reconstruir su rostro en una operación de cirugía estética. Pero hay un problema: Dan no recuerda nada de su pasado al padecer una profunda amnesia que le incapacita recordar su identidad, así como la de sus amigos y familiares. A partir de este punto la película deambulará con mucha soltura y desparpajo a través de unos enrevesados laberintos de traiciones, engaños, confusiones de identidad, enredos amorosos y crímenes a raíz de las sospechas de Dan de que su mujer le fue infiel en el pasado con otro hombre al descubrir un reportaje fotográfico de alto voltaje erótico que su esposa guardaba en el hogar. Todo se complicará aún más con la aparición en escena de un detective gordo y feo (Bob Hoskins) que prenderá el terror paranoico en la confusa mente de Dan.

La noche de los cristales rotos condensa en sus algo más de 90 minutos un sentido homenaje a las mejores cintas del género. Se la achaca no aportar nada nuevo y ostentar cierto empaque de telefilme sabatino. En mi opinión nada más lejos de la realidad. En primer lugar, por sus magníficas interpretaciones, destacando un enorme Bob Hoskins al que acompañan un siempre sugerente Tom Berenger y una serie de personajes secundarios de categoría. En segundo su magnífico guion, repleto de afilados diálogos, al que no le falta ni una coma para encender el fuego incandescente que brota de cada escena, elevándose como especialmente atinados los diversos giros que embrollarán la madeja hasta el infinito. Asimismo, la sublime fotografía a cargo del legendario Laszlo Kovacs, quien juega con elegancia con la paleta de colores pintando una atmósfera de luces y sombras plenas de claustrofobia y pesadilla, hecho que embellece el envoltorio formal del film con una tonalidad malsana y enfermiza que le sienta como anillo al dedo.

Petersen demuestra su saber hacer de artesano curtido en mil batallas aportando esa experiencia necesaria para forjar un producto muy bien resuelto agraciado con una puesta en escena exquisita que no hace ascos en mostrar los aspectos más turbios de la condición humana con un gusto excelente y un ritmo siempre ágil y entretenido. Una partida de espejos resquebrajados y puzles a recomponer que toca el psicoanálisis hitchcockiano con encanto y magisterio.

Escrito por Rubén Redondo

 

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