Sesión doble: El valle de Gwangi (1969) / La tierra olvidada por el tiempo (1975)

Hay una nueva entrega de la ya convertida en saga Jurassic Park y, sea necesaria o no una nueva película, lo cierto es que nos hace plantearnos algo muy importante: los dinosaurios en el cine son un ‹must› en toda regla. Y por supuesto, vamos a celebrar la llegada a cines de la película para dedicar la sesión doble a esos inmensos animales con los que no tuvimos ocasión de convivir pero que siempre nos han fascinado, y los dinosaurios son los protagonistas de dos joyas olvidadas, comenzando por El valle de Gwangi dirigida por Jim O’Connolly en 1969 y la aventurera La tierra olvidada por el tiempo del británico Kevin Connor, rodada en 1975. Dos películas con las que transmitir la grandeza de esos prehistóricos animales.

 

El valle de Gwangi (Jim O’Connolly)

Denominado coloquialmente “la fábrica de los sueños” por su capacidad para poner en imágenes lo imposible, no resulta extraño que desde sus orígenes el cine mostrara interés por recuperar nuestro pasado más remoto: la posibilidad de dar forma y, sobre todo, movimiento, a aquello que ya no existe, hizo de los dinosaurios una de las figuras más recurrentes del género fantástico. Desde entonces (desde los tiempos de la animada Gertie y de la ya mítica El mundo perdido, de Harry O. Hoyt), la aparición de estas criaturas prehistóricas en películas usualmente de corte popular y aventurero ha sido intermitente, supeditada, en cierta medida, a los avances que se iban desarrollando en el campo de los efectos especiales. Esto último explicaría el resurgir que este subgénero tuvo en la década de los cincuenta y sesenta, aquellos años dorados en los que Ray Harryhausen despuntó como maestro supremo en la materia. En este sentido, El valle de Gwangi supondría otra más de sus muchísimas joyas, quizás no tan valorada ni tan creativa (en términos de originalidad monstruosa) como sus trabajos para Jasón y los Argonautas o Simbad y la princesa, pero sí, sin duda, un laborioso y delicado dechado de artesanía aplicado a lo fantástico.

El otro punto de inflexión que vivió el cine con dinosaurios coincidió, también, con una revolución en el medio: la aparición de la imaginen digital, que aportaba realismo extremo a costa de sacrificar parte de la esa cualidad táctil que hacía tan fascinantes las películas que recurrían al stop motion. Parque Jurásico, seguramente la piedra angular del subgénero, supo, sin embargo, conciliar esta nueva sensibilidad digital con un genuino sentido de la poesía, demostrando que aquella emoción que emanaba de la belleza artesanal de las criaturas cuidadosamente diseñadas por Harryhausen podía pervivir en la imagen digital, si existía el talento necesario para saberla modelar y aplicar a la narración cinematográfica. En todo caso, resulta inevitable no sentir a veces cierta nostalgia por esos monstruos pacientemente animados mediante el stop motion. Viendo El valle de Gwangi me ha ocurrido: exuda un sentido aventurero tan clásico, tan transparente, que hace menor a tanta imagen digital a menudo sobresaturada e impersonal, cuando no perfectamente olvidable.

Dirigida por Jim O’Connolly, director curtido principalmente en televisión, El valle de Gwangi supone una excéntrica serie B que hermana, con acierto, los imaginarios del western y del cine fantástico de monstruos (como hiciera, muchos años después, Jon Favreau en Cowboys & Aliens). Aparte de permitir a Harryhausen desarrollar su talento para la animación, el filme destaca por su argumento tan disparatado como simpático: un grupo de artistas circenses encuentra, en un inexplorado y hermético valle en el interior del desierto mejicano (en realidad, el célebre desierto de Tabernas almeriense), un hábitat natural en el que subsisten inexplicablemente criaturas prehistóricas. Su objetivo será atrapar a una de ellas (un tiranosaurio, nada menos) para exhibirla en la plaza de toros del pueblo y sacarse un buen dinero. Sorprende un poco la nula o escasa empatía por las criaturas que por la película desfilan, así como la ausencia de interés científico que tal descubrimiento despertaría en cualquier persona normal (salvando al personaje del paleontólogo).

En todo caso, la trama, con sus obvios saqueos a King Kong, es un poco lo de menos. Lo importante radica en la solidez general de la propuesta, en términos de entretenimiento, puesta en escena y solvencia técnica y artística (a la que tampoco es ajena la labor del gran Gil Parrondo). Protagonizada por el carismático James Franciscus, enclavada en parajes atractivos de Almería y Cuenca, punteada por momentos deliciosamente absurdos (el salto del caballo a la tina, Gustavo Rojo partiendo el cuello a un pterodáctilo con sus propios brazos, las fechorías del enano) y atravesada por el singular lirismo que Ray Harryhausen aportaba siempre a cada película en la que participaba, El valle de Gwangi es una reivindicable y muy disfrutable película de aventuras que, para colmo, culmina en un clímax final verdaderamente logrado y complejo, con fuga de masas y un episodio final en la catedral cargado de fuerza expresiva. Una pequeña joya que vale la pena recuperar.

Escrito por Nacho Villalba

 

La tierra olvidada por el tiempo (Kevin Connor)

Si hay una premisa suficientemente jugosa como para extrapolar la idea de un universo paralelo en el que una especie que dominó la tierra como la de los dinosaurios y la humana conviviesen sin cruzar sus caminos, es aquella que incluso la más famosa de las sagas lleva explotando desde su segunda parte, El mundo perdido (Steven Spielberg, 1997); y que no es otra, en efecto, que la de los gigantes del Mesozoico coexistiendo en un islote a priori recluido de cualquier contacto con la raza humana. Una idea esta, desarrollada por un especialista en la serie B más pura de criaturas y monstruos —y que, años más tarde, incluso realizaría una secuela del título que nos ocupa—, Kevin Connor, quien adaptando la novela homónima de Edgar Rice Burroughs desarrollaba a través del ‹exploit› en La tierra olvidada por el tiempo.

Resulta curioso, no obstante, que ante un producto como el realizado por el británico en el que era su segundo largometraje, los ramalazos de ejercicio de género más destartalado se dispersen tanto en una narración donde sin lugar a dudas Connor deja entrever los defectos más evidentes de su cine. Y es que si bien uno no busca en un título como La tierra olvidada por el tiempo una perspectiva que sobresalga en elementos más básicos, quizá la pereza con que son desarrollados algunos conceptos terminan entorpeciendo un relato que explora sus mecanismos más primarios —como, por ejemplo, esas elipsis cuasi mecánicas en algunas secuencias—. Ello no es óbice para no encontrar exactamente lo que buscábamos en algunos pasajes del film, que quizá peca de presentar una introducción un tanto estirada —que más adelante servirá para explotar esa condición humana y animalaria (reforzada por la secuencia en que dos miembros de la expedición se pelean en una charca de crudo, mientras el resto ríe la estampa) en que se refleja la cinta—, pero remata dejando momentos que van del desbarre más absurdo —como ese donde dos Styracosaurus son bombardeados por el submarino— a una especie de humor impropio de este tipo de películas y un tanto salvaje —donde un Plesiosaurio sirve como aperitivo de los protagonistas mediante una receta irlandesa—.

Las más que evidentes taras técnicas —que ya se nos muestran de buenas a primeras con esos Pterodáctilos acartonados sobrevolando el submarino donde se cobijan los personajes—, son reemplazadas así con dosis de un cafrerío en el que intercede el empeño de Connor por resolver un misterio que nunca llega a ser presentado como tal y, cuando lo hace, es de la más torpe de las formas, pero que al fin y al cabo dota de cierto sentido por el discurso emprendido por el director. Discurso este que termina manifestándose en el tercer acto —donde la teoría de Darwin es invertida en una estrafalaria disertación sobre ríos y evolución, o la presencia humana acaba por emerger como dañina en un contexto donde, paradójicamente, ellos no fomentan esa destrucción final—, y que probablemente funciona como medidor de un film donde ni la reproducción de esos dinosaurios que asolan el lugar es especialmente inspirada, ni los grandes terrenos en los que sumerge Connor a sus protagonistas son aprovechados, lejos del uso de ciertas maquetas en determinados instantes donde se solventa la papeleta más debido al uso de efectos especiales caseros y clásicos, que por el carisma que desprenda una propuesta como la que nos ocupa. Pese a ello, La tierra olvidada por el tiempo sirve como ejemplo pragmático acerca de como tras un título de estas características puede haber algo más que las prototípicas y consabidas secuencias dentro del género, por más que estas dejen momentos inesperados que hacen de la experiencia un entrañable trabajo que sobresale más por aquello que uno no esperaría, que por lo que en el fondo va a encontrar.

Escrito por Rubén Collazos

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