Sesión doble: Cinco mil dólares de recompensa (1972) / Las viboras cambian de piel (1974)

Chili-Western o Chilaquile Western: el oeste no siempre ha estado limitado por la fama del spaghetti-western, y hoy recordamos su vertiente más picante con dos producciones llegadas del México de los 70’s. Cinco mil dólares de recompensa (1972) por Jorge Fons y Las viboras cambian de piel (1974) por René Cardona Jr. nos dan pie a homenajear un género de por sí maldito y lleno de grandes momentos.

 

Cinco mil dólares de recompensa (Jorge Fons)

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Tomando prestado recursos procedentes del western clásico estadounidense así como del exitoso spaghetti-western, surgió en los años sesenta el chili-western. Se trataba de un género que adaptó a la idiosincrasia puramente mexicana la poesía trágica del cine americano con esa suciedad, nihilismo y violencia propia del oeste made in Italia. Sin duda el punto referencial que marcó la pauta de este género fue la erótica de la venganza, puesto que las grandes obras del chili-western versaban sobre complejas y crueles historias de represalias protagonizadas por pistoleros desaliñados perseguidos por un oscuro pasado.

Dentro de la enorme diversidad que hallamos dentro de este conjunto, 5.000 dólares de recompensa brilla con luz propia gracias a una serie de virtudes que ensalzan el resultado global del producto pese a lo convencional de un argumento que narra la historia de un cazador de recompensas llamado Hunter —fácil juego de palabras— que será contratado por el alcalde de una población acechada por una banda de forajidos para exterminar al jefe de la horda. Una vez cumplido el contrato y cobrada la recompensa, Hunter descubrirá que ha sido utilizado por el alcalde para quitarse de en medio a una piedra que empezaba a molestarle en sus corruptos fines. Ello inducirá a Hunter a caer en una red de engaños, muerte y penitencia acrecentados por el amor que nacerá entre el pistolero y la ilusa sobrina de su traicionero contratista.

En primer lugar hay que resaltar que detrás de la cámara se situaba un primerizo Jorge Fons, sin lugar a dudas uno de los más grandes autores de la historia del cine mexicano. De este modo la cinta se beneficia de esa pulcritud técnica inherente a un narrador de primera línea. Puesto que uno de los puntos diferenciales de este chili-western es su magnífico ropaje visual, moldeado gracias a una puesta en escena donde no existen huecos para que mane la mediocridad. Y es que Fons impuso un ritmo que mezclaba con soltura ese dinamismo que requiere una película adscrita al cine de aventuras con una introspección más propia del cine de autor.

Como segunda virtud aparece su guión, firmado por otro grande del cine social mexicano como Arturo Ripstein. La conjunción de unos principiantes Ripstein-Fons permitió que la trama de la cinta desprendiera unas muy interesantes connotaciones sociales. Así la historia exhala, al igual que presentaban esos spaghetti surgidos del imaginario de intelectuales de izquierdas como Dario Argento, Bernardo Bertolucci o Carlo Lizzani, una visión anticapitalista que conectaba la carcoma y la perversión presente en los villanos de la historia con esa maldición que persigue a ese proletario antihéroe que soporta el peso de la trama que tendrá que pelear frente a la inmoralidad y maldad que el dinero y la ambición trae consigo.

Finalmente la principal bondad que goza el film es sin duda su sobriedad. Y es que Fons no deja nada al azar, hilando de este modo una historia que arranca de un modo impactante mostrando un linchamiento, derivando a continuación hacia una historia desgarrada de traiciones trazada a través de unos personajes incapaces de mostrar su verdadera esencia. Todo ello será adornado con las precisas gotas de violencia, con unos perfectamente coreografiados duelos a pistola, así como las inevitables gotas de romance y fatalismo que cumplen a la perfección su cometido de regalar al espectador una fábula terriblemente entretenida y violenta tiznada con una paleta que no hace ascos a regar su suelo con unos atractivos matices sociales, dando lugar de este modo a una cinta que pese a lo evidente de su apariencia acabará haciendo gala de un vestido admirable que hará las delicias de los admiradores del cine ubicado en los desiertos y atmósferas del lejano oeste.

Escrito por Rubén Redondo

 

Las víboras cambian de piel (René Cardona Jr.)

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Hasta bien entrados los años de 1960s, las características del cine mexicano de cowboys se relacionaban más con el contexto de la Revolución del país norteamericano y con las vivencias de los rancheros e indígenas. Para finales de esta década, se empezó a configurar ya una corriente que adoptó las constantes más conocidas del género, y surgió así el denominado Chilaquile Western, que si bien adoptó la estética del Spaghetti Western, conservó aspectos tradicionales de la cinematografía mexicana.

A este corriente pertenecen algunos filmes interesantes, como La víboras cambian de piel, realizada en 1974 por el famoso director mexicano René Cardona Jr., quien era un especialista en incursionar en cualquier género y en trasladarse a cualquier país con todas las estrellas del cine azteca para co-producir variedad de cintas.

Las víboras cambian de piel narra la historia de tres aparentes amigos que deciden unirse para alcanzar un mismo objetivo: matar a un sheriff. El uno lo hará por ajuste de cuentas, el otro por ser víctima de una traición y el último por ganar una recompensa.

Lo más llamativo de esta película es el protagonismo dado a la fichera o cabaretera, figura muy abordada en la atmósfera del cine azteca. La típica cantina del Viejo Oeste, en donde se bebe y se juega al póker, asume aquí un escenario más apegado al de un burdel, en donde se determinan comportamientos sociales que establecen un polémico sentido de vida.

Su extraña trama encierra un aire reivindicatorio hacia las prostitutas, que en la mayoría de filmes de vaqueros eran consideradas solo como un elemento visual complementario de la acción. En esta película cobran un sentido más humano. Un temible pistolero asume un rol de voluntariado para proteger a las chicas, las trata con cariño y respeto, evita explotarlas y realiza polémicos trabajos para ganar suficiente dinero que permita retirarlas de esa vida airada.

La incidencia de este hecho llega además a niveles filosóficos, y el asesino a sueldo emite en todo momento reflexiones sobre las prostitutas, que encierran cierta sesudez y sentimentalismo. En un fulminante diálogo dejará conocer la razón de su actitud:

«— Desde niño ahorro para ellas.
— ¿Tu madre te dejaba?
— Era una de ellas.»

En el filme destaca mucho este tipo de conversaciones, con pensamientos irónicos pero contundentes, y ciertos momentos de singular interés como el orinarse en las heridas para probar un mecanismo de desinfección, o el de un juego de naipes con grado de erotismo en donde se apuesta la vestimenta.

Para tomar en cuenta también, en la película se subraya con énfasis los momentos que deviene la muerte, y se utiliza el recurso de la cámara lenta e instantes largos de agonía para que todos puedan contemplar el momento despacio.

Para la parte final, se colocan unas curiosas variantes, si puede llamarse así, a dos de los grandes momentos de los imprescindibles westerns: La Pandilla Salvaje, de Sam Peckinpah, y Érase una Vez en el Oeste, de Sergio Leone. Ambos relacionados a través de un nexo de aire romántico y trágico: lo que pudo ser no será.

La película reúne a tres de los más importantes actores mexicanos de los 70s: Jorge Rivero, el famoso galán musculoso del cine azteca; Rogelio Guerra, que posteriormente triunfaría en las telenovelas; y Pedro Armendáriz Jr., uno de los mejores actores mexicanos. La imagen del pistolero es matizada aquí con conocidos elementos socioculturales, como por ejemplo, el del prototipo de galán latino: mujeriego, cortés y muy macho.

Tal vez, el Chilaquile Western entró tarde al mundo cinematográfico y perdió la batalla para ganar adeptos con el Spaghetti Western, pero sus propuestas argumentales son dignas de análisis y de una revisión por parte de las nuevas generaciones de cinéfilos.

Escrito por Víctor Carvajal Celi

 

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