Sesión doble: Adieu Philippine (1962) / Je t’aime, je t’aime (1968)

Recuperamos el movimiento por excelencia que marcó la cinematografía francesa desde los 60 y que a tantos directores ha alimentado desde entonces. La Nouvelle Vague llega a la sesión doble rescatando algunas de sus peculiaridades, como Adieu Philippine de Jacques Rozier, que vio la luz en 1962 y Je t’aime, je t’aime que dirigió Alain Resnais en 1968.

 

Adieu Philippine (Jacques Rozier)

El primer largometraje de Jacques Rozier es una interesantísima cinta generacional que nos traslada al punto de vista de Michel, un joven que pasa sus últimos meses antes de ser enviado al ejército para cumplir con su servicio militar, sobrellevando un trabajo frustrante como operador de cámara, conociendo a dos chicas y finalmente marchando de vacaciones antes de partir hacia su destino.

Adieu Philippine es una película de personajes con conflictos pequeños y olvidables, casi podría decirse que ligera e intrascendente, de no ser por el trasfondo que lo condensa todo y que actúa como estado de ánimo pasivo y conclusión global. El hecho de aproximarse a un final predeterminado es en sí mismo una oda a la fugacidad de la juventud, de un Michel que ve cómo su vida está a punto de dar un vuelco, y en sus intentos de aprovechar estos últimos momentos de vida civil hay una búsqueda constante de la liberación y reivindicación personal. Rozier sin embargo no plantea este escenario como una situación dramática o terrible que causa una gran ansiedad a su protagonista, sino que decide dotar de una organicidad al proceso; sin borrar el calado emocional de dicho mensaje, lo hace permear de manera más sutil, y la sensación al final de la misma de que se ha llegado a un punto de inflexión es obvia y desoladora.

Este tema de fondo, que explica y fundamenta gran parte de la película, se ve complementado por un fuerte carácter generacional. De hecho, su contexto temporal es probablemente tan o tal vez más importante que lo mencionado anteriormente. Se produce una brecha entre lo viejo y lo nuevo, un contraste en la forma de ver la vida entre generaciones, y una transición a la modernidad, con todo lo que implica al respecto de conflictos y cambios en las escalas de valores. Es en esa encrucijada donde se sitúa Michel, que reivindica para sí mismo unos valores y unas reglas que le alejan de todo lo anterior, y que es fiel reflejo de esa sociedad en plena transición, lastrada todavía por los viejos paradigmas pero destinada a cambiar. Tampoco hay que olvidar en este sentido el papel de las dos chicas que acompañan al protagonista, que también encuentran un terreno para sus propias reivindicaciones individuales, negando activamente las ataduras sociales y los roles femeninos del pasado. No es casual que el filme fuera realizado en esta época, en pleno auge de la visión contestataria del cine que implica la ‹Nouvelle vague›, y tal vez sea, en ese sentido, una de las obras definitivas de este movimiento, una simbiosis de fondo y forma tal que hace inseparables a la una de la otra y condicionan la razón de ser misma de la cinta, que pese a lo universal de sus temas, no podría haberse rodado en otro momento ni bajo otro ambiente artístico.

Todo lo dicho da pie, por otro lado, a una obra desdramatizada, con una ligereza que parece querer huir de todo atisbo de énfasis, adquiriendo en ocasiones un punto de vista casi objetivo y al mismo tiempo negando una estructura que podría haberle dado más empaque e impacto como narración. No es una carencia intrínseca de la cinta, pero su capacidad de fascinar y mantener la atención puede verse muy afectada por este enfoque; sin olvidar que, en lo que se refiere a montaje y gestión de sus recursos narrativos, carece de la radicalidad más impresionante que podemos encontrar, por ejemplo, en el Godard de esta época. Es por ello que en cierto modo se siente tan sólida y consecuente consigo misma como austera y escasa en alicientes que pueda proporcionar al espectador Es cierto que al margen de sus cualidades principales tiene puntos de interés secundarios e inesperados, como es esa visión satírica y llena de mala baba de las condiciones de trabajo en la industria audiovisual, y que muy probablemente tienen una clara inspiración autobiográfica; pero en general este, entre comillas, plano menor y más discreto en el que se mueve respecto de obras más llamativas de la vanguardia cinematográfica francesa es tal vez la razón principal de que Adieu Philippine no haya logrado adquirir el estatus icónico de muchas de sus contemporáneas.

Escrito por Javier Abarca

 

Je t’aime, je t’aime (Alain Resnais)

Aunque a Alain Resnais se le sitúe de forma común en la ‹Nouvelle vague›, lo cierto es que nunca fue partícipe del núcleo duro “cahierista”. A diferencia de los Trufffaut, Godard y tal, Resnais siempre dio una importancia capital al guionista en el proceso de creación fílmico y por ello se rodea de novelistas para potenciar dicha importancia. Escritores que, como Robbe-Grillet o Duras, acabarían también conformando un grupo alternativo cinematográfico llamado ‹Rive gauche› junto a Chris Marker, Agnès Varda o el propio Resnais.

Y sí, si hablamos de movimiento alternativo es porque de alguna manera Resnais, aun sin postularse como artista de los márgenes, sí confiere a sus obras una visión diferente del concepto “nouevellevaguesco” más puro. Resnais busca los límites en la relación escritura-fotograma, juega con las narrativas y los tiempos y por ello sus obras adquieren siempre tonos que bordean la irrealidad, lo lindante con el género desde la perspectiva autoral.

Je t’aime, Je t’aime es quizá la prueba más extrema de ello, un desafío donde el lenguaje cinematográfico es llevado al límite a través del montaje y donde el guión no es mera excusa para el atrevimiento formal sino que resulta el gatillo que dispara dicho atrevimiento. Un desafío que juega con las convenciones del fantástico, concretamente de los viajes en el tiempo, y que sirve para ir un paso más allá, al obviar cuestiones como las paradojas de romper el continuo espacio-temporal y usarlo para hablar de la memoria, de los recuerdos y de cómo estos se vinculan a las emociones.

El film de Resnais juega constantemente a ofrecer micro-bucles, variaciones sobre una misma historia que, como un puzle desordenado, van adquiriendo sentido dentro de la psique del protagonista. El recuerdo pues se presenta como un caos de sensaciones y experiencias moduladas a nuestro antojo y que solo a través del viaje a esos momentos precisos se consigue poner en claro, ordenarlo, revivirlo.

No en vano, la “máquina del tiempo” donde es introducido nuestro protagonista se aleja del típico concepto de vehículo mecánico y adopta una forma híbrida entre cerebro y corazón. Un concepto orgánico entre sentimiento y razón que muestra la vinculación y la imposible separación entre ambos mundos. Un diseño que, de alguna manera es precedente y anuncia los artilugios científicos palpitantes que Cronenberg presentaba como moldeadores de la nueva carne.

Je t’aime, Je t’aime fue así un film incomprendido, maldito si se quiere, que, con el paso de los años ha ganado relieve no tan solo por el halo entre romántico y desesperanzado de su argumento o por su incursión genérica desde lo autoral. Lo que ha quedado de esta obra de Resnais, hasta elevarla a film de culto es su atrevimiento en lo formal, su despiece estructural que simula los mecanismos cerebrales del recuerdo. Fácil rastrear todo ello en propuestas como Memento o 21 gramos, por citar algún ejemplo, pero sobre todo, más allá de la mera influencia queda finalmente el poso de la investigación, de la profundidad de un cineasta capaz de plantar un discurso arriesgado y ser coherente con el mismo en imágenes.

Escrito por Àlex P. Lascort

 

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