Sangre en los labios (Rose Glass)

Un templo dedicado al culto al cuerpo, con consignas elevándose sobre sus paredes mientras Lou, la gerente del local, intenta sobrellevar la rutina en un lugar decadente, más semejante a un depósito o almacén en las afueras que a un gimnasio, compaginando sus quehaceres con los intentos de flirteo de Daisy, una lugareña que no parece interesar lo más mínimo a la protagonista, se alza como uno de esos espacios desde los que comprender el nuevo trabajo de Rose Glass tras las cámaras después de su notable debut con Saint Maud: no tanto porque en él se pueda desarrollar (en parte) el relato de la británica, como por el significado que confiere al mismo. De hecho, que Jackie, una culturista que se dirige a un concurso en Las Vegas, termine trabajando en una galería de tiro regentada por un individuo con rasgos psicopáticos —un magnífico Ed Harris—, precisamente padre de Lou, donde da cobijo a su yerno, JJ, un agresivo e impetuoso personaje interpretado por Dave Franco, resulta de lo más elocuente. La violencia, de un modo u otro, rodea a dos personajes destinados a encontrarse y entenderse en un marco que no sólo no parece el más adecuado, sino que arroja interrogantes en torno a la turbiedad de ese pasado presente que rodea a Lou, de madre ausente y escasa relación con una figura paterna cuyo halo viciado se extiende sobre cualquier rincón de ese pequeño pueblo.

Rose Glass, lejos de eludir dicha violencia huyendo de ella a través de la relación que entablarán Lou y Jackie, confronta su impacto desde los minutos iniciales, cuando Jackie se enfrente a uno de los habituales de ese gimnasio y reciba un puñetazo. Sangre en los labios —cuyo título original, Love Lies Bleeding, cobra un sentido mucho más específico para con la naturaleza del propio film— desliza una visceralidad donde se vinculan ese tratamiento directo y frontal de la violencia con una sexualidad que la cineasta concibe sin medias tintas, con una elocuencia y una desnudez que precisamente definen el carácter de la obra. Es así como la realizadora traslada un contexto ya de por sí tenso, cambiante, el de esos años 80 repletos de transformaciones tanto políticas como sociales, y no sólo en Estados Unidos —de hecho, en una escena del film, se atisba a oír por la radio la retransmisión de la caída del Muro de Berlín—, a una pequeña población en la que no hay desconocidos, y donde por si fuera poco la protagonista recibirá la visita del FBI con respecto a ese vínculo paterno, que no hará más que acrecentar tanto la incertidumbre como la presencia de un ayer que Lou rehúye al considerar esa relación finiquitada.

Sangre en los labios encauza de ese modo una raigambre genérica que la cineasta trabaja privilegiando tanto la imagen como el montaje: destaca, de hecho, en ese sentido, la forma en cómo va intercalando aquello que se asumen como fragmentos del pasado de Lou bajo el filtro de una intensa luz rojiza —como esa sangre a la que alude el título—, que si bien no suponen una evidencia ‹per se› dado que no explicitan nada y se presentan como breves incisos, como si de notas a pie de página se tratase, van dando forma al turbio nexo que en algún momento Lou sostuvo. Pero más allá de cómo introduce Glass dichos apuntes, hay que destacar un portentoso trabajo formal que se apoya en la labor de Ben Fordesman —quien ya colaboró con la directora en Saint Maud—, y que hace del uso del plano, del cromatismo e incluso de la escala —ahí destaca la forma en cómo es percibido el personaje de Jackie (véase la escena en casa de JJ), dando paso a una suerte de relectura genérica que la autora de Saint Maud afianza a través de su figura— herramientas valiosas en tanto dotan a Sangre en los labios de una fuerza tan extraña e insólita como lo son esos desvíos, más propios de un cine fantástico con notas de terror, que termina tomando una obra donde afortunadamente Glass no renuncia a nada, ejecutando una pieza tan libérrima como desprejuiciada.

En Sangre en los labios el amor, desde su condición voluble, altera cuanto sale a su paso: ya sea a través todas y cada una de las bifurcaciones que toma el trabajo de Rose Glass, delineadas en la relación destructiva y casi fagocitaria que sostiene la hermana de Lou con JJ, un individuo trastornado y violento al que la protagonista repudia, o tomando ese eje central carcomido por el vínculo que se desarrollará entre Lou y Jackie, y que irá dando paso a una metamorfosis de la que destaca el pasaje de Jackie en Las Vegas, mediante esa mirada distorsionada donde lo que quedan no son sino restos de un veneno mortal y poderoso llamado amor, que Glass remata en una escena concluyente en la que vuelve a apelar a su mirada más cercana al género. Un género que emerge como elemento devorador y que se adueña de los lindes del relato extendiéndolos a una conclusión salvaje, desde la que reconocer un cine indómito donde las grietas, físicas y simbólicas, del tiempo terminan ocupando un espacio primordial, que no es otro que aquel donde verter el pasado para continuar construyendo un futuro que para Rose Glass tiene forma de titánica ensoñación, como ese amor que prodiga el film, y que de tan destructivo y lacerante termina devolviendo los actos pasados de Lou a un presente del que parecían ausentes. Porque el amor sangra, porque el amor duele, porque el amor todo lo transforma.

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