Richard Stanley… a examen

Tan breve como ecléctica, la obra de Richard Stanley se ha ganado a pulso su pequeño recodo en la historia del celuloide envuelta en sonoros fracasos de producción y multitud de documentales y cortometrajes colaterales, siempre bajo la sempiterna presencia del cineasta ataviado con un sombrero que personaliza esa estirpe de cowboy del cine de género. Un director cuya escasa producción hasta la fecha ya simboliza ese extraño maremágnum creativo que ha demostrado en sus hasta ahora tres largometrajes firmados, de manera más radical en la película más soterrada de todas en las que ha estado inmerso; Dust Devil, o El demonio del desierto, fue una modesta producción urdida a principios de los 90 con el amparo de los entonces emergentes hermanos Weinstein y que sirve, en sus peculiares formas, como método de exhibición de ese talante para la creación que el director ha mostrado en su catártica vida profesional; divergencia y heterodoxia para/con el género en naturalidades expandidas, y una oda hacia la enajenación formal que deja ver a un cineasta provocador en sus procedimientos y rebelde en inventiva, una manera anárquica de pretensión creativa.

Dust Devil se envuelve bajo el manto del ‹weird western›, distensión conceptual tan propia de la literatura ‹pulp›, en esa manera de insuflar horror a las orografías propias del salvaje oeste, que aquí dan forma a la Sudáfrica inhabitada que vio nacer al propio Stanley. Una historia ‹fantastique› que encuentra sitio para la pulsión en el ampuloso espacio desértico erigiendo la figura de un cowboy que parece habitar entre dos mundos; un guerrero del páramo en su estatus terrenal y un ser luciferino en un campo espiritual que gana relevancia en base a una serie de asesinatos rituales. Su presencia etérea adquiere fisicidad cuando conoce a una mujer llamada Wendy, quien huyendo de un marido cruel recaerá en el macrocosmos compuesto por Richard Stanley cayendo en los brazos de este demonio del desierto cruel y despiadado en sus intenciones, contexto que no impide el desarrollo de una mórbida historia de amor a favor del nihilismo, el apocalipsis espiritual, y el surrealismo escénico. Tres diatribas por las que circulan las subtramas que alimentan el universo que Stanley crea para su película; un espectáculo atmosférico donde el elemento del terror nubla la luminosidad del cielo africano a favor de la impresión conceptual, para insuflar una vehemencia valerosa al dibujo del terror. Como si las ramas más saturadas y salvajes del ‹spaghetti western› encontrasen anexión al horror abstracto del mejor Mario Bava o las disposiciones al surrealismo nihilista de Alejandro Jodorowsky, Dust Devil emerge como anexión a la poética de las ramas más indómitas del terror, fusionando sangre, espiritismo, creencias ancestrales y la siempre interesante dimensión de lo onírico para mostrar las madrigueras menos comunes del género de terror. La iconografía creada en base a su personaje principal (un enigmático rol dominado a la perfección por Robert John Burke, que del Robocop 3 pasó a ser el intérprete fetiche de todo un Hal Hartley), acompañado de la belleza divina de Chelsea Field en su respuesta femenina, origina una idiosincrasia corpórea perfecta para comprender el viaje de Richard Stanley por los horrores sugestivos y la destrucción fronteriza entre los géneros.

Conviene no omitir dos aspectos técnicos, a menudo olvidados a la hora de valorar los efluvios cinematográficos de naturaleza tan punk como esta, aquí en las labores de Simon Boswell y Stephen Chivers, a la música y fotografía respectivamente; Stanley suministra una relevancia cinemática a ambos campos, de tal manera que se antojan indispensables para saborear la fogosidad audiovisual de su producto. Dust Devil, como algo que parece pretérito en casi todo lo firmado por Richard Stanley, también sufriría cierto malditismo en la concepción de su montaje, quedando reducido en sus primeros años de estreno a unos escasos 90 minutos que para el director no fueron suficientes para sellar su personal talante en una obra de complejas impresiones conceptuales. El culto creciente que, como la propia huella del cineasta, parece vivir la película, tiene como apoyo un ‹final cut› de poco menos de dos horas supervisado y financiado por el propio Stanley que el que esto escribe ha utilizado para la necesaria revisión. Con ello, se reafirma la necesidad de recuperar una película que responde a esa óptica retroactiva de algunas de las mejores películas ‹fantastique› que nos han dado los 90; en un decenio nebuloso a la hora de valorar las aportaciones al género, Dust Devil se levanta del espacio soterrado que la vio nacer, dirigiéndose hacia los caminos más efusivos de la indispensable reivindicación.

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