Color Out of Space (Richard Stanley)

La traumática experiencia que tuvo Richard Stanley durante la producción de The Island of Dr. Moreau (John Frankenheimer, 1996) —proyecto del que fue apartado tras dedicarle años de su vida por una serie de catástrofes y malas decisiones de los productores, principalmente— podría haber supuesto el final de la vinculación con el cine de un director que tenía todo para ser un referente del ‹indie› y del fantástico si atendemos a sus primeras dos películas: la más convencional y su ópera prima Hardware (1990) y la extraordinaria Dust Devil (1992), con la que ya tuvo problemas de financiación y con sus distribuidoras que le obligaron a poner su propio dinero para terminar el montaje final.

Las circunstancias han hecho posible su regreso en formato largometraje con Color Out of Space (2019) tras dos décadas en las que ha realizado un par de documentales, participado como guionista en algunas películas y creado cortos o segmentos para proyectos colectivos. Se trata de una nueva adaptación del relato homónimo de H. P. Lovecraft que ya ha sido llevado a la pantalla grande en diversas ocasiones, como la más ligada al terror gótico de la época Die, Monster, Die! (Daniel Haller, 1965) o la más cercana al material original The Curse (David Keith, 1987) que extendía el relato a un contexto contemporáneo de crisis económica, crítica al neoliberalismo y el miedo a la descomposición de la familia tradicional. Pero también recientemente se puede detectar la influencia de esta obra literaria a través de las imágenes de Alex Garland en Annihilation (2018) con la que esta cinta del director sudafricano halla numerosos puntos de contacto visuales y temáticos.

En Color Out of Space encontramos a una familia que se ha trasladado a la granja heredada del padre de Nathan (Nicolas Cage) tras la mastectomía de su esposa Theresa (Joely Richardson). Allí con sus tres hijos pretende establecer una explotación de alpacas mientras en la región está en proceso la construcción de una gran presa. Un meteorito cae en sus terrenos una noche y a partir de ese momento todo comienza a transformarse inexplicablemente. Resulta inmediata la conexión biográfica del planteamiento de la película con la vida del cineasta en las circunstancias que le llevaron a perder el mando de su ambicioso proyecto hace veinticinco años, con un entorno que cambia sin causa aparente, que escapa al control de todos los residentes de un clan familiar golpeado ya duramente por la enfermedad del cáncer. La narración se basa desde el inicio en presentar a sus personajes y sus relaciones como el interés primordial de la narrativa, de tal forma que predomina sobre la acción el trabajo de ambientación: los espacios de la casa y los alrededores, varios personajes ajenos a la familia y la falta de adaptación al entorno rural de un grupo de personas que provienen de la gran ciudad se desarrollan casi a la vez que somos testigos de los cambios de comportamiento —que afectan principalmente a la madre y al padre—, con la perturbadora conciencia de las presencias invisibles del hijo menor que se queda sentado observando el pozo durante horas y comunicándose con una entidad desconocida.

Como en sus filmes anteriores, la conexión personal va más allá de lo público o lo anecdótico, como la obsesión con la brujería. La relación con la obra de Lovecraft y la proximidad de los efectos de la muerte de la madre del director por el cáncer añaden una profundidad emocional, que se siente visceral, a las pretensiones de su narrativa. Stanley entiende el cine como algo que permite alterar la percepción y los sentidos del espectador más allá de lo racional y su tratamiento de la luz en las tomas nocturnas y de la paleta de colores en general —además del uso del sonido combinado con la banda sonora atmosférica de Colin Stetson— proporcionan los elementos fundamentales para la construcción de un mundo nuevo con fauna y flora mutadas y ajenas a la naturaleza conocida por el ser humano, que alertan de la peligrosidad de su origen pero a la vez les proporciona de una extraña y atractiva belleza. Las desapariciones y las muertes de animales, la alteración de las inmediaciones de la casa y de su plantación de tomates son el prólogo al verdadero horror que se anticipa e intensifica progresivamente en cada escena. La percepción del tiempo también se ve alterada para los personajes y llega un punto en que es imposible saber si han transcurrido días o semanas, con elipsis temporales que permiten jugar con la ambigüedad del recurso cinematográfico y su intencionalidad hacia los mismos protagonistas y los espectadores.

Los flashes de luz cegadora y un color violeta intenso lo inundan todo mientras la inestabilidad de la situación y la urgencia de una huida imposible provocan el colapso de la familia, que exterioriza el trauma colectivo e individual de la enfermedad. Sobre ello se suma el miedo a la destrucción de la madre como nexo y anclaje entre todos ellos. Primero mentalmente para después ser alterada de manera terrible en un ser monstruoso cuya mirada provoca estupor e incapacidad de aprehender su auténtica esencia. Las expresiones gráficas de este ser sobrenatural invasor, sus intenciones y consecuencias últimas son reducidas hasta la parte final del metraje, lo que le da mucho más impacto a los planos explícitos de los engendros que crea y a su realidad incorpórea tan amenazante. De hecho, con la utilización sistemática del fuera de campo y la prioritaria representación de las reacciones y las emociones en los rostros de los personajes a través de primeros planos pareciera que la misma cámara —y nosotros con ella— estuviera huyendo de la amenaza que les acecha y los terrores que observan y experimentan.

Por otro lado, no existe redención posible en la perspectiva incisiva sobre el padre —que acaba pasando de ser un colaborador pasivo a activo de las fuerzas que manipulan las leyes físicas del lugar—, cuya actitud se ve ligada a los ritos domésticos inalterables y a la conservación de un legado que no se cuestiona de raíz: atiende a sus animales y plantas, se sienta en el sofá y ve la televisión mientras el mundo se acaba y no hace nada por evitarlo. Con todo esto se acaba por confeccionar la peculiar aproximación psicológica combinada con lo sensorial del terror que plantea Color Out of Space asentado sobre miedos y preocupaciones humanas, cotidianas y concretas, proyectadas hacia lo desconocido, pero de dimensión interna y universal.

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