Portrait de la jeune fille en feu (Céline Sciamma)

Uno de los momentos clave de Portrait de la jeune fille en feu es aquél en que la pintora, encarnada por Noémie Merlant, le enseña el retrato que ha estado completando durante las semanas anteriores, a su modelo, la ex-novicia a la que da vida Adèle Haenel. Ésta se ha negado a posar para la artista y, al ver el cuadro, no se reconoce en el mismo, puesto que, en lo representado, no se plasma la esencia de la retratada, su propia personalidad, sino el rostro de quien la sociedad espera que sea, una especie de mecanismo construido por los demás. La duda que se establece a este respecto está determinada por la propia capacidad de la creadora: ¿es esta obra, impersonal y mecanicista, fruto de la cobardía o la incapacidad?

Parte de la respuesta a esta pregunta viene determinada por el contexto en el que se enclava el filme, tanto histórico (finales del Siglo XVIII) como social (una incipiente y pujante burguesía). Un periodo en el que, la supeditación de la felicidad personal frente a una serie de normas de comportamiento, marcaba, no sólo las filiaciones de carácter sexual, sino también la dependencia de los individuos ante lo que “debía ser.” La presión ejercida por el círculo social y familiar era, indudablemente, mucho mayor que la que podemos encontrarnos en la actualidad. Es así como se debe entender la reticencia de la pintora a mostrar sobre el lienzo el verdadero rostro (y por lo tanto el alma que éste esconde) de la joven a la que tiene el encargo de retratar. Y, por los mismos motivos, resulta admirable la voluntad de la modelo de ver su esencia mostrada sobre la tela, puesto que la finalidad de la fidelidad del retrato no responde a unos principios puramente estéticos, sino a la decisión íntima de hacer frente, de alguna manera, a lo que otros han decidido para ella: su rebeldía pictórica es, sobre todo, un acto eminentemente político, es la decisión de ser una misma y de no tener miedo de mostrarlo ante los demás.

Pero no es solamente este cariz político el que subyace tras la decisión de primar la fidelidad del retrato, también hay que tener en cuenta que el arte y lo que representa funcionan como un carril de doble dirección. Es decir, el cuadro no es sólo una vía para plasmar cuerpo y alma de una persona determinada en un pedazo de tela, también lo es para que dicha persona vea, en esa imagen, parte de una intimidad propia que quizás aún no conoce, más cuando ha estado sometida a esos nexos formados por la conveniencia o la obediencia debida. Afrontar que existe ese retrato bajo esas condiciones concretas de verosimilitud, resulta, por lo tanto, una forma definitiva de ratificar el viejo aforismo heleno «conócete a ti mismo» siendo este autoconocimiento también un acto de pura rebeldía, en cuanto a que, en el amorfo constructo social, siempre prima lo necesario (?) sobre lo auténtico.

Hay, sin embargo, algún momento, algún gesto, que, pese a existir y ser de gran importancia, no aparece reflejado en el resultado final del cuadro. Pienso en ese en concreto en que la pintora le pide a su modelo algo de seriedad: el rostro de la joven está transfigurado por el sentimiento amoroso y es incapaz de mantener la seriedad exigida, en realidad solo puede sonreír ante la contemplación de la persona a la que ama. Esta alegría idiota (sólo sentida por los que albergan tal sentimiento) no se esconde en la obra pictórica por un deseo de ocultación o por la superada cobardía social a la que hacíamos mención en el párrafo anterior, sino porque esos, los momentos más íntimos y hermosos pertenecen en exclusiva a los amantes. Ocultarlos no supone por tanto una rendición ante las circunstancias sino la prueba definitiva de amor ante la persona amada.

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