Pollo con ciruelas (Marjane Satrapi, Vincent Paronnaud)

Es hora de opinar de la receta del Pollo con ciruelas, un plato sencillo de preparar, que embriaga con su sabor y su intenso colorido, pero sus matices dependen exclusivamente de la madurez del producto seleccionado y de la época en la que se cocine. Entiendan que siempre se puede encontrar un pollo con buenos cuartos traseros, pero el fruto no se paladea igual al cogerlo del árbol en su época de pleno apogeo o conseguirlo en un supermercado tras pasar meses en una cámara frigorífica.

Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud se marcan un nuevo reto al traspasar su medio natural, la ilustración, y convertirla en personajes de carne y hueso, en escenarios de cartón piedra, aportar una nueva identidad a su Poulet aux prunes. No obstante, sería extraño perder esa oportunidad que brinda la historia a cada momento, así que no se alejan completamente de su elemento, caricaturizando escenas puntuales que así lo necesitan.

Un inusual narrador visita las pantallas en un film francés, algo tan habitual con lo que comenzar las andanzas de Nasser Ali (Mathieu Amalric), un músico que ha perdido una parte de sí mismo al quedar destrozado su violín tras una discusión con su esposa (Maria de Medeiros). Sin él no queda nada más que morir precipitadamente.

Es la irónica mentalidad del suicida, que puede elegir el modo de terminar con su existencia, la que sustenta el paseo por la vida de todos aquellos que han querido a Nasser Ali, incluida la suya propia, puesto que se respeta lo suficiente como para decidir el dejar de respirar para no soportar nunca más la desidia de sus acciones.

Con agilidad se construye el futuro y el pasado, con momentos relatados con suculenta comicidad en la que resarcirse de las torpezas de sus personajes, lugares donde jugar con la belleza de los cuentos y los sueños que se convierten en disparidades recursivas. No se centra en cursilerías y aspavientos y sí disfruta de recurrir a las exageraciones y extravagancias dignas de cualquier novela gráfica, pese a que la que basa esta película convive con el singular blanco y negro sin espacio para las gradaciones.

De este modo, el salto de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud de la animación al uso de actores gana algo de ambos mundos, acortando distancias con la aclamada primera película Persépolis (2007), su anterior adaptación, donde la mordacidad se daba lugar en cualquier pasaje.

Dividida en capítulos, nos adentramos en el Teherán de los años 50 dispersados entre personajes y distintos tiempos que conforman una vida que tal vez no impacte a escépticos pero tampoco cansa, donde la melodía del violín acompaña pero no quita protagonismo en ningún momento, y con calma, un ligero humor va conformando la compleja realidad del humano, los verdaderos tormentos relatados de un modo liviano, como tantos otros temas que se comentan de pasada dejando ver que en papel la historia tiene más profundidad, aunque se aprecia la destreza a la hora de innovar de estos directores que soportan con estilo este avance en su cine.

En este retrato de la pérdida de ilusión es tal vez la conjugación de colores lo que mejor traslada el mensaje, es la voluntad de compartir y no deprimir junto a Nasser Ali lo que matiza el camino del suicida, la decisión de olvidar del modo más cobarde, unirse a un instrumento roto cuando nada significa lo mismo y se trata de banalizar con el pasado, se convierte el personaje en una lengua que olvida los acuerdos naturales de comportamiento en una transición de verdades atacantes que sublima la intención del film, trasladar una vida y su contorno a la ficción más inverosímil que probará, sin pretensiones, a dominar la comprensión de quien observa.

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