Oswald: El falsificador (Kike Maíllo)

El realizador barcelonés Kike Maíllo debuta en el documental con un seguimiento del caso de Oswald Aulestia Bach, un hoy respetado y reconocido pintor que durante años utilizó su habilidad en el trazo para falsificar obras de otros autores en una de las tramas más masivas y exitosas de fraude artístico a lo largo de los años. A través de entrevistas con implicados, tanto de la red delictiva y la investigación como de su entorno cercano, y estableciendo una relación íntima con el artista, Maíllo se adentra en una historia personal fascinante, llena de anécdotas para el recuerdo y una filosofía vital cuanto menos llamativa.

No engaña el documental cuando, a través de uno de los entrevistados, reflexiona sobre el atractivo de la figura del falsificador y describe su vida como «muy novelizable». Realmente la experiencia vital de Oswald es algo increíble, y es que ya solamente un detalle de su currículum artístico y delictivo —en este personaje, ambos conceptos van de la mano— deja boquiabierto a cualquiera. Alguien con un talento como pintor más que probado, con un estilo propio e influido por la también artística vena de su padre, que fue el eje central de una red de falsificaciones de calidad tan indistinguible de los originales que pudo mantenerla durante varias décadas operando en Europa y Estados Unidos.

Y es que además escucharle hablar es una pasada. Porque a una historia personal ya tan llamativa de por sí se le suma una enorme habilidad para la narración, para enhebrar anécdotas y pasarlas todo por el filtro de su forma de ser irreverente y siempre algo cautelosa, ya que en el momento de las primeras entrevistas su caso todavía no está cerrado. A través de sus testimonios el documental da pie a reflexiones y críticas agudas al mundillo del mercadeo del arte, del prestigio del artista como moneda de cambio y de los fallos estructurales de ese sistema que durante muchos años fue capaz de aprovechar. Como se va viendo, la falsificación es rentable en esas esferas porque funciona dentro de la lógica especulativa del mismo, de la burbuja financiera a su alrededor y de la búsqueda de reconocimiento social que lo alimenta, motivo por el que operó tanto tiempo con total impunidad.

Pero siendo un documental sobre un falsificador, el espectador se mantiene alerta, con la sensación de que no es oro todo lo que reluce. Como alguien que pasó su vida interpretando roles que no le correspondían, Oswald tiene una enorme habilidad para construir relatos. Maíllo le deja fluir en las entrevistas, no cuestiona su versión y permite que esta vaya dando forma a unos hechos cuya veracidad completa nunca podemos determinar, y es que el encanto de su retratado es mantener siempre ese aura de incertidumbre en torno a las varias anécdotas que él y sus allegados cuentan sobre su caso. También uno se pregunta si el propio director no se está contagiando de ello y entrando de lleno en el juego de embaucar al espectador cuando deja patente la relación de amistad y cercanía que logra con él.

Creo que, como pieza que documenta un caso como éste, Oswald: El falsificador es adecuadamente esquivo sin dejar de ser lo suficientemente riguroso con los hechos probados. Además, acepta con total entusiasmo el juego de espejos con la realidad que implica entrevistar y retratar a alguien que ha hecho carrera a través del engaño. En ese sentido Maíllo realiza un trabajo inmersivo encomiable, más teniendo en cuenta que es su primera incursión en el documental, y en cierto modo uno podría trazar en la elección de este tema una continuidad marcada con su experiencia como autor de ficción, eligiendo para este primer proyecto en el formato algo que le permita explorar un relato ambiguo, que tiene parte de fabulación y no se apega del todo a la realidad.

Dicho esto y resaltando el entretenimiento inmersivo que es adentrarse en esta película, lo cierto es que como obra cinematográfica tiene unos estándares algo bajos. Lo que más daña a la cinta es sin duda su acabado, muy de reportaje televisivo, aséptico y con un formato de entrevistas muy tradicional de cabezas parlantes, que dan a entender que no estaba entre las intenciones de su director jugar con el medio y descubrir sus posibilidades. El resultado de estas decisiones es una paradoja: atrae el magnetismo del personaje pero el documental no tiene recursos visuales ni de montaje para mantener la atención del espectador, por lo que es a su vez fascinante y ordinario. En sus peores momentos, parece un recuento de datos despojado de emoción; en sus momentos más inspirados, se siente y se nota que es Oswald quien carga con todo el peso de la obra. Tal vez esté bien así, pero no siempre se va a encontrar, como en este caso, un sujeto que pueda compensar con su carisma la falta de ambición artística.

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