O corno (Jaione Camborda)

Hay un parto al inicio de O corno. Hemos visto muchos partos en el cine, pero este tiene una particularidad, y es que el detalle no va a la entraña, a la sangre y la literalidad, el detalle se centra en algo más humano, en una cercanía e intimidad sonrojante, en la calidez y el esfuerzo, en una dimensión del dolor muy personal, donde más importancia tiene esa ayuda que se ofrece y la compañía del momento, que el hecho en sí de traer una nueva vida al mundo. Es la figura de una mujer que ayuda en el parto la que vamos a perseguir a partir de ese momento, y esos dedicados minutos donde comenzamos a prestarle atención son imprescindibles para entender lo que quiere expresar Jaione Camborda en su película.

Aún quedan unos años de franquismo, pero en Illa de Arousa siguen su propio ritmo. Tiene algo especial elegir un lugar recóndito, un pequeño pueblo donde poder focalizar la atención en las mujeres para ser partícipes de la historia de María, su protagonista, una ‹marisqueira› a la que recurren también como comadrona en los embarazos, una mujer a todas luces independiente y solitaria, que ha encontrado su lugar en el mundo. Pero el idilio personal siempre se rompe en favor del drama, y tras ese acercamiento de la cámara a sus rutinas y, de nuevo, a sus detalles, sobreviene una nueva dimensión en la que lo servido de un modo natural y acomodado en el silencio que está en boca de todos, es agradecido por vecinas, amigas, compañeras y desconocidas, creando una cadena de sororidad (y puede que sea una de esas palabras imprescindibles en cualquier texto sobre O corno) que allana un poco ese tormentoso camino de la reinvención tardía.

Se compilan así los espacios atemporales: los campos de trigo y las rías saladas, el fuego festivo y las linternas anunciadoras; una mezcolanza que habla por sí misma de un entorno, de unas raíces y de un nuevo rumbo que permite reflejar a María en la mirada de otras muchas mujeres que encuentra en su camino, de todas las edades y condiciones quienes, sin apenas palabras, nos permiten dibujar una historia con sus actitudes, pormenorizadas cuando se sienten libres de miradas. Porque la atención a la mínima expresión lo es todo en O corno, no existe un gran bagaje porque se sustenta en la cercanía antepuesta a la magnitud de la propia naturaleza. Los movimientos que nos ofrece el cuerpo de María, su rostro esforzado por la situación, nos seduce casi más que la propia historia que sobreviene, siendo que la intensidad aquí tiene otro ritmo, otros estímulos en los que nos podemos mimetizar para avanzar junto a ella.

O corno lleva la acción a la mínima expresión para sacarle el mayor provecho posible, tiene la imperiosa necesidad de contarnos un todo pero se toma su tiempo para expresarse sin esa sensación atropellada de llegar a una resolución final. Las imágenes se demoran y así conseguimos que se queden con nosotras, apreciando cada momento, bueno o malo, como una delicada caricia. No es fácil el trayecto en el que se embarca la protagonista a lo largo de toda la película, pero se puede apreciar cómo Camborda no suelta su mano en ningún momento, y nos provoca esa deliciosa y punzante tristeza que nos permite pensar que sí nos ha llegado el mensaje, que esos pequeños detalles en los que se deleita la cámara son imprescindibles.

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