Nathalie Álvarez Mesén… a examen

Uno de los puntos sobre los que Clara Sola (Nathalie Álvarez Mesén, 2021) construye su estudio de personaje es la divergencia de su protagonista respecto a lo normativo en las relaciones personales y sociales, a partir de su peculiar forma de interactuar con los demás. Eso no impide que pueda desarrollar una intimidad y amor de profundo significado con sus seres queridos más próximos e incluso con animales. En el largometraje no se llega a tratar explícitamente qué le sucede a Clara, aunque se puede deducir por su forma de actuar. Esta delicadeza del tratamiento de sus peculiaridades en su perspectiva y experiencia del mundo se combinan con una mirada cinematográfica muy interesada en lo sensorial, en cómo conecta con el entorno y sus elementos: el aire, la tierra, el sol… la naturaleza. Ambos aspectos se pueden encontrar en uno de los primeros cortometrajes de su directora, Inte blå (Not Blue, 2011). En esta cinta observamos la convivencia de dos jóvenes, Lina (Isabel Juréhn) y Adrian (Emil Brulin). Este último requiere de las atenciones y cuidados constantes en casa y más aún fuera de ella. Con una narración elíptica, que no explica su vínculo ni su situación a priori, vemos desarrollarse la fuerte interdependencia que los une.

Esta relación tan especial que Álvarez Mesén captura con la cámara remite a la de los personajes protagonistas de León y Olvido (Xavier Bermúdez, 2004). Igual que aquella producción española seguía la radical proximidad de una joven mujer y su hermano con necesidades especiales al que intentaba ayudar —con una carga de ambivalencia sexual que trascendía las típicas dinámicas fraternales, que también está presente en este filme con escenas similares como la de un baño que toman juntos—, la cineasta representa unos afectos y una reciprocidad que desafían las expectativas y sugieren cuestionar cuál es la auténtica naturaleza de su afinidad. Pero también muestra de forma directa la manera en que Lina considera a su hermano un igual, respondiendo con dureza a sus caprichos y sus juegos infantiles, que hacen tambalear su capacidad de cuidarlo y de tomarse como un referente adulto para él. Mientras tanto, las conversaciones pasan a referirse a unos padres ausentes en todo momento y a hablar sobre la muerte. Un tema este último que parece obsesionar a Adrian, con su curiosidad respecto a qué aspecto se tiene una vez fallecido, al que hace referencia el título de la obra.

La pérdida y la muerte están presentes a través del fuera de campo, fabricando un vacío en el espacio fílmico que expresa el que los protagonistas encierran en su interior sin palabras. Algo que acaba proyectando en un paisaje nevado y frío, en una estrategia que utiliza sistemáticamente en su primer largometraje como base de su narrativa visual y aproximación psicológica al relato —con el viento, las ramas de los árboles moviéndose y el sonido del ambiente tomando la atención para configurar su desoladora atmósfera—. Esta presencia tácita se intensifica en una visita al cementerio en el que la composición y el juego con el punto de vista impide al espectador mirar directamente lo que ambos observan en un plano medio. Una negación que supone la traslación formal de una situación contradictoria todavía no asumida por parte de los jóvenes, que sólo se tienen el uno al otro. La escena ratifica el interés de Nathalie Álvarez Mesén por plasmar las corrientes ocultas, los estados no visibles a primera vista, que mediatizan las relaciones y las identidades. Unas retorcidas motivaciones que llevan a Adrian a poner al límite los sentimientos de Lina para saber cómo reaccionaría a su pérdida, para comprobar hasta qué punto le quiere y le echaría de menos, en un instante de una crueldad proporcional al amor y la necesidad que sienten el uno por el otro, que sintetiza además las ambigüedades de su estado emocional.

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