Música (Angela Schanelec)

Edipo contemporáneo en elipsis (y la música que nos salva).

Como premisa de partida, podríamos considerar que la directora alemana Angela Schanelec ha alcanzado una suerte de culminación conceptual de su prolongada trayectoria con su última propuesta Música, que llega este miércoles a las salas de cine de nuestro país, jaleada por la consecución del Oso de Plata al mejor guion en la Berlinale. Teniendo en cuenta que sus películas apenas han tenido distribución comercial por estos lares hasta una fecha reciente, considero de vital relevancia esforzarme por establecer unas ciertas coordenadas esenciales que definen su ciertamente exigente propuesta artística.

Schanelec ha desarrollado desde sus mismos inicios un discurso cinematográfico atravesado por una mirada intensa y postmoderna sobre los pesares humanos más comunes a la par que devastadores, desde un estilo narrativo marcadamente sustentado en la elipsis —no en vano ha declarado que «mis películas se basan en el concepto de que la mejor parte de la vida es inescrutable, está llena de malentendidos y se rige por el azar»—.

Y precisamente en esta derivación muy libre de Edipo Rey, esa querencia a la encriptación tan idiosincrática, ciertamente vehemente, se fusiona con el cimiento narrativo de la obra de Sóflocles. Como en la tragedia clásica, la comprensión de las circunstancias de sus personajes, del sufrimiento escondido, requiere de la revelación de determinados hechos y sus consecuencias que inicialmente se ignoran, generando así una expectativa constante en el espectador. Y para más inri, esa eventualidad indescifrable del posicionamiento analítico de Schanelec, se topa de bruces con la fatalidad ineludible del destino en el discurrir de la vida del monarca griego.

Por supuesto, también se dan cita aquí esas formas complementarias a todo lo señalado hasta ahora, que se dejan sentir a lo largo y ancho de sus films. La cineasta desarrolla sus historias cifradas sobre instantes, pequeños momentos en apariencia aislados de esplendor vital, nunca aprehendido verdaderamente. En el transcurso del relato nos queda la percepción de que casi todo se queda latente emocionalmente, suspendido en un desasosegante distanciamiento analítico. En silencio. Visualmente fragmentado. Y así es aquí, cuando nos vaya contando del devenir aciago de su protagonista Jonathan (Alocha Schneider), un hombre que fue abandonado siendo un bebé en la nocturnidad enigmática del campo agreste —un elemento compartido con el arranque depredador-presa-burro “bressoniano” de su película precedente Estaba en casa, pero… (2019)—. Para su fortuna, lo encontró un agricultor griego que lo acogió y lo crio como a un hijo junto a su mujer. Para su desgracia, cometió un error de consecuencias fatales una mañana en una carretera. Pero eso no lo veremos. Asistiremos en contrapartida a unas secuencias portentosas de plasmación parcial de los cuerpos desnudos de unos adolescentes desconcertados. De las manos, los brazos, de los tobillos heridos, y de las piernas hermosas. Como las de su futura mujer Iro (Agathe Bonitzer) antes de saltar. Ella trabajaba como cuidadora en el centro de reinserción al que él fue a parar —otro tramo igualmente fascinante del film, en encuadres precisos, con composiciones generalmente asimétricas, cromáticamente bellas en su distanciamiento desdramatizado—, y sentía un deseo incontrolable de ocuparse de él, como si ese sino trágico la imantara hacia el que aún no sabía cuánto dolor había provocado. Y demasiado cerca. Es importante destacar que todo este específico aparato narrativo lo acompaña la cineasta, como en tantas otras ocasiones, de unas interpretaciones impávidas, de cuerpos hieráticos y gestualidades herméticas, en una coralidad —porque sus dos supuestos protagonistas no resultan en la acción como tales— que intensifica la distancia enigmática, ante experiencias de fuerte carga emotiva. Tampoco se puede dejar de destacar la importancia evidente que concede a los espacios que filma, a las estructuras constitutivas de su prodigiosa puesta en escena, bien sean estáticas o en transición, por los que algunos críticos la han vinculado a otro gran autor del estilo trascendental en el cine, Yasujirō Ozu.

Sin embargo, en esta ocasión hay un componente singularizante, que quizá no lo sea tanto —estoy pensando, entre otros, en ese pasaje encantador entre tanta depresión de su anterior film, cuando Astrid y sus hijos Flo y Philipp se desatan súbitamente en un baile tan rupturista al ritmo de Let`s Dance de M. Ward—. No es casual el título de la película. La música, filarmónica, barroca, se erige en una suerte de vitalista tabla de salvación contra la ceguera progresiva y el desánimo impenitente de Jon. Nos embarca en unos instantes finales luminosos, filmados en planos menos oclusivos, más amplios, más esperanzadores en la forma y en el fondo, a través de los que Schanelec parece conceder una oportunidad a la plenitud vital entre tanto dolor. Y en una renovada nueva comunidad. Es como si al final una melodía ilusionante y terapéutica se abriera paso en el canto contra toda la pena relatada, como si las formas dominantes de la directora, que nunca acabará de abandonar, se trasformaran por medio del espectro auditivo de la película en un mensaje prometedor, que en las últimas estampas volverá a la calma purificadora del agua —como ya habíamos visto en otras tantas propuestas de la cineasta—. Y nos dará al fin un poco de paz.

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