Los reyes del mundo (Laura Mora Ortega)

Los reyes del mundo arranca del modo más elocuente posible: dos personajes, en mitad de una plaza de Medellín, inician una pelea a machete hasta que se persona el que parece ser cabecilla de uno de los dos bandos. Con ello, Laura Mora ya define un contexto muy concreto desde el cual dotar de una información precisa al espectador como interpelarlo, llevarlo al espacio adecuado para comprender lo cruento de un terreno que irá dejando muestras de sordidez a lo largo del relato, incluso cuando el grupo formado por cuatro muchachos y encabezado por Ra salga de la ciudad colombiana para reclamar los antiguos terrenos de un familiar.

Pero el tercer largometraje de Laura Mora —recordemos que antes de Matar a Jesús, ya había realizado su debut con Antes del fuego— no opta ni mucho menos por, captando ese ambiente en ocasiones cercano a un miserabilismo imperante en no pocos ámbitos de la sociedad colombiana, realizar un retrato que se instaure en esas coordenadas, huyendo así de la proclividad en torno a un cine social que, aunque la cineasta tampoco evita, cuanto menos equilibra a la perfección ante la constitución de un universo teñido de atmósferas más cercanas a la abstracción que a las propias particularidades de un género no tan imperante en Los reyes del mundo. Ello no implica, ni mucho menos, que a nivel discursivo Mora no busque extraer una tesis propia que complementa a la perfección su tentativa por dibujar un mosaico mucho más sensorial, incluso emocional (en cierto sentido) si se quiere, y que obtiene algunas de sus claves en esa suspensión de la realidad consolidada desde un aspecto formal que halla en lo puramente visual, especialmente a través del empleo del ralentí, las herramientas adecuadas desde las que disponer la tonalidad precisa mediante la que acometer ese singular viaje.

En ese sentido, Los reyes del mundo se erige como una pieza que, si bien establece los matices adecuados para ir otorgando señas y carácter al feroz microcosmos que retrata, se nutre de esas atmósferas para lograr una inmersión que va más allá del salvajismo imperante, reforzando de ese modo su naturaleza de ‹road movie› estimulada por el viaje interior que emprenderán sus protagonistas; una travesía trufada de distintos episodios que conectan tanto desde un marcado onirismo, como bucean de nuevo en una realidad social inapelable, logrando incluso conceptualizar tramos que, lejos de explicitar esa sustantividad, le conceden una condición más, en parte, universal, haciendo del mal y la inmoralidad expresiones acentuadas cuya cualidad intrínseca no tiene porque depender, en esencia, de un contexto específico.

No obstante, Mora tiene claro el rumbo de su viaje a través de las carreteras y parajes colombianos por los que transitan esa suerte de desheredados de la tierra cuya condición es en ocasiones rechazada de lleno en determinados momentos; como esa secuencia en la que Ra entra a un bar para pedir un refresco, y la única atención que recibe es la de los ojos de un grupo de individuos sentados al fondo del bar cuando el barman hace que adviertan su presencia: el plano, fuera de foco, que vaciará el propio Ra al salir del mismo, resulta bastante significativo en ese sentido.

Es, sin embargo, en la asunción de su faceta más reflexiva, donde Los reyes del mundo termina malogrando, en parte, sus posibilidades: de hecho, es la escena que da paso de una forma más pronunciada a sus intenciones en ese aspecto, aquella que empieza a desarmar un film hasta entonces impecable, y lo hace precisamente renunciando en parte a ese onirismo cuya estimulante ambientación queda coartada por un empleo de la BSO que cohibe, en parte, sus posibilidades. Cierto es que, en tal contexto, Mora sigue encontrando resquicios en una imagen que por momentos se torna fascinante —como ese ‹travelling› por el interior de un hogar en ruinas—, pero es en la dilatación de su acto final donde mitiga el poderío de un film que, esbozando un cine de lo más estimulante durante buena parte de su metraje, quizá termina por rendirse ante los tropos más obvios de una realidad que la cineasta colombiana bien había sabido desarticular y deformar con una personalidad fuera de toda duda.

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