Los malditos que vienen… (III)

No nos olvidamos de nuestros malditos y, como lo prometido es deuda, aquí llega la última —por el momento— tanda de cineastas de tal condición sobre los que iremos hablando en los próximos meses. Hoy, volvemos con otro de esos talentos soviets desconocidos, más cine clásico de la mano de otro minusvalorado cineasta y un subversor de géneros como pocos.

Eso sí, permanezcan atentos a sus pantallas: la cosa no tardará mucho en arrancar…

 

Suburbios de Boris Barnet por Maties Tugores

Ante la escucha del vocablo maldito uno siempre tiende a vincularlo, sobre todo, con el artista desamparado, con el intelectual olvidado, con el creador incomprendido. Y no hay forma más práctica y directa de entrar en el “malditismo” (por la puerta grande) que optar como vía de escape definitiva por el suicidio. Boris Barnet cumple con todos los preceptos para tal calificativo: no sólo su cine fue (ha sido) básicamente obviado por la historia, si no que decidió acabar con su vida a los 63 años, no sin antes dejar una nota de despedida en la que lamentaba el poco apoyo que sintió durante su carrera por parte del público y de las productoras. Un incomprendido, un artista en la sombra.

Es notoria, durante los primeros compases de su carrera, la influencia de su mentor Kuleshov (que le hizo debutar como actor en la alocada Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques, 1924), del cual extrajo cierta afinidad por el slapstick, que cultivó en obras como La muchacha de la sombrerera (1927) y La casa de la plaza Trubnaya (1928).

El debut de Barnet en el sonoro no pudo ser más interesante. Si hay algo en Suburbios (1933) que destaque por encima del conjunto es, precisamente, el uso del sonido (amén de suponer un punto de inflexión en cuanto al tono de sus películas, aquí mucho más sombrío y pesimista, siempre ciñéndonos, eso sí, al contenido de su filmografía), que se aleja de los cánones del realismo para virar hacia vertientes algo más expresionistas e innovadoras: las escena bélicas del segundo tramo de película lo corroboran.

El conflicto central en Suburbios (ubicado en una aldea de la Rusia zarista sobre el año 1914 y ante el inicio de la I Guerra Mundial) avanza entre las líneas del frente de guerra y la retaguardia de la aldea, reflexionando, como muchos directores reconocidos lo hicieran más adelante, sobre la futilidad y el gran absurdo que supone una guerra, sobre la fragilidad de las relaciones personales y, sobre todo, de lo irónica que puede resultar la existencia (idea que se nos presenta en todo su esplendor en la última y maravillosa escena de la película).

 

Alias Nick Beal de John Farrow por Alex P. Lascort

Luchar cinematográficamente contra monstruos como Billy Wilder o Fritz Lang no es fácil. Más cuando ellos consiguen definir la reglas del género «noir» con dos obras maestras como Double Indemnity y Scarlett Street. Si encima aparecen a tu alrededor gente como Robert Siodmak, John Huston o Jules Dassin entonces caes en el peligro de acabar en el ostracismo más absoluto. Pues esto es ni más menos lo que ocurre con John Farrow, otro de esos artesanos del cine de género, concretamente el ‹noir›, que a pesar de dominar como pocos los estilemas propios de estas películas, y de contar incluso con actores reconocidos como Robert Mitchum nunca consiguió hacerse con un hueco entre los más populares.

Se podrá decir en su contra que películas como Night Has a Thousand Eyes o Where Danger Lives (entre otras), son correctas, entretenidas pero no originales. Ya se sabe, un poco de Edward G. Robinson por aquí, unas mujeres fatales por allá y John Wayne en Hondo (un curioso western 3D), matando unos indios. Pero por ello, aún siendo discutible esta afirmación merece la pena pararse en un film como Alias Nick Beal precisamente por su condición de rara avis dentro del género, si es que realmente pertenece a él.

De acuerdo, la ambientación tenebrista, los claroscuros y los ambientes lóbregos están presentes. También la corrupción del protagonista. Sin embargo éste descenso a los infiernos es en este caso literal ya que el elemento maligno de la película no es más que el propio diablo (encarnado por un efectivo Ray Milland). Como si de una variante del mito fáustico se tratara, asistimos a un auténtico ‹upsidedown› de las convenciones de género. Aquí el protagonista no se hunde en la miseria física y moral, sino que con cada acto de corrupción asciende en la esfera política y siempre motivado no por motivos egoístas como suele ser habitual, sino precisamente en nombre del bien que quiere perseguir.

De esta manera Alias Nick Beal aparece como cine negro, de acuerdo, pero también demoledor artefacto de crítica política y también de forma lateral, se asoma a los márgenes de algo tan desconocido en el momento como el thriller sobrenatural. No es un film redondo, cierto, se le puede achacar un desenlace un tanto precipitado y blando. Pero reúne una interesante y precisa capacidad de aunar e incluso inventar géneros  en una suerte de cine proto posmodernista. Lógicamente éste fue un film incomprendido, hasta el punto de no ser ni denostado, tan solo ignorado por público y crítica, lo que motivaría que, a posteriori, Farrow se moviera en terrenos de género más convencionales.

Un film y un director por tanto escondidos, incomprendidos y porque no decirlo, malditos, y por ello mismo interesantes y merecedores de ser recuperados y disfrutados.

 

El tiroteo de Monte Hellman por Rubén Collazos

Si hubiese que anexionar la carrera de Monte Hellman con un género en concreto sería complicado: el terror, el western, el cine de aventuras e, incluso, la ‹road movie› han dejado un legado que, quién sabe porque, nunca tomó un único camino en ese ámbito; quizá fueran sus sonados fracasos taquilleros, o posiblemente la incomprensión de un público que hasta años más tarde no ha llegado a considerar de culto películas como Carretera asfaltada en dos direcciones o darle la importancia que merecen títulos como el que nos ocupa. En ella, el tándem formado por Jack Nicholson y el propio Hellman volvía a funcionar a la perfección como ya sucediera en Forajidos salvajes (de la que el actor escribió el guión), dejándonos otra joya en la que también podemos encontrar el nombre de Warren Oates.

Con El tiroteo Hellman compone un mosaico de lo más particular donde lo que parecía ser un viaje de ida y vuelta termina distorsionándose en una odisea de tintes existencialistas. Buena parte del mérito reside en la constitución de una atmósfera que va enrareciéndose con los minutos y desemboca en una pugna, no se sabe bien si por la propia supervivencia o por la revelación de un misterio que llevará los confines de ese duelo a un terreno psicológico en el que una disuasoria línea parece escindir realidad de la propia alucinación que podrían estar padeciendo unos personajes desarmados de toda cordura, sin montura y con un solo propósito: alcanzar un objetivo que parece tener más de quimérico que otra cosa. La soberbia planificación de Hellman acompañada por una demarcación psicológica que entienden a la perfección tanto un contenido Oates, como Millie Perkins —cuyo enigmático rol añade, si cabe, añade más intriga al asunto— y un portentoso Jack Nicholson, da la puntilla a uno de esos trabajos que merecen ser recordados por el trazo con que se aborda un relato que mantiene abiertas tantas vertientes como podría, y lo redondea con una fascinante conclusión en el que el alcance de lo que es real y no lo es ya sólo puede ser juzgado por el espectador.

Todavía en activo, su último trabajo Road to Nowhere pone en consonancia más que nunca su condición de cineasta maldito, tanto por la condición de rara avis que posee, como por el desentendimiento de Hellman de los esquemas y premisas más trillados, desmontados por el neoyorquino con una pericia que pone fuera de toda duda su talento, y le deja todavía más inmerso en ese halo que probablemente, y por desgracia, siempre le acompañará.

 

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