Los colonos (Felipe Gálvez Haberle)

Documento de barbarie

Una espiral de sangre, cuerpos abiertos en dolor y tortura, culturas asfixiadas por el fuego del dinero, conciencias doblegadas y humilladas, injusticias enterradas bajo los cimientos de las ciudades y llantos silenciados por la ceniza de la Historia, eso es lo que filma con una brutalidad impactante, por realista, el debutante Felipe Gálvez Haberle en Los colonos, película proyectada, entre muchos otros festivales, en los de Cannes, San Sebastián y Toronto.

En Chile, a finales del siglo XIX, José Menéndez (Alfredo Castro), un hombre de negocios que ha levantado su fortuna sobre los huesos del delito, envía a Maclennan (Mark Stanley), un teniente inglés con un pasado turbio, a Bill (Benjamin Westfall), un mercenario estadounidense conocido por su falta de humanidad, y a Segundo (Camilo Arancibia), un chileno mestizo despojado de gran parte de sus derechos, a que delimiten los terrenos que le ha concedido el Estado y, en el proceso, asesinen a todos los nativos con los que se encuentren. Así, los tres hombres se embarcan en un viaje hacia ninguna parte en el que perpetran todos los saqueos, violaciones y homicidios de los que son capaces mientras descienden a un infierno de delirio y odio, sumisión y humillación, tan desagradable como necesario de ver.

La primera escena de Los colonos es un ejercicio de cine perfecto en el sentido más literal de la expresión, puesto que, en sus escasos cuatro minutos de duración, el director asienta de forma sutil la idea sobre la cual se irá construyendo la cinta, sirviéndose, únicamente, de la imagen y el diseño sonoro, sin recurrir en ningún momento al diálogo expositivo ni al texto superpuesto. En la escena en cuestión, unos quince hombres trabajan en condiciones infrahumanas agredidos por un sol abrasador, cuando, por pura desgracia, uno de ellos tiene un accidente con un hacha y pierde un brazo. El capataz que los controla, al escuchar su grito de dolor, se acerca a él y, sin pensarlo dos veces, le dispara en el estómago hasta matarlo. El valor de una persona, dice Felipe Gálvez Haberle en este prólogo salvaje y estremecedor, equivale a su capacidad productiva y, por tanto, en el momento en el que su efectividad se ve reducida o desaparece por completo, su cuerpo se convierte en una masa de carne sin derechos ni sentimientos que no hace más que estorbar, que únicamente consume recursos sin devolver nada capitalizable a cambio. La violencia, en ese momento, se presenta como la solución más eficaz.

La idea de la cinta es demostrar que Walter Benjamin no se equivocó cuando dijo que «no hay documento de cultura que no sea, al mismo tiempo, de barbarie». Desenterrar los cadáveres sobre los que se cimentaron las torcidas sociedades contemporáneas con los siguientes objetivos: devolverles la voz y la dignidad que les arrebataron sus asesinos; construir un futuro que no esté viciado por ningún pecado original —genocidios, esclavitudes, colonialismos— ni tenga como columna vertebral la segregación y el sometimiento de las personas; radiografiar el sistema imperante en la actualidad —capitalismo heteropatriarcal— para mostrar de forma traslúcida cómo los valores que lo sostienen —codicia, ambición desmedida e individualismo salvaje— envenenan al ser humano hasta convertirlo en alguien profundamente injusto y egoísta que ve a sus iguales como meros medios de producción reemplazables que no merecen respeto alguno.

La cámara se mueve sonámbula de horror entre llanuras, bosques, playas y montañas que han visto cómo el derramamiento de sangre nativa corrompía su belleza natural y marcaba su rostro con el puñal de la crueldad. El director peca de esteticista en algún que otro pasaje, pero nunca se regodea en la violencia ni la convierte en un espectáculo consumible. Cada cuerpo herido, torturado y asesinado desprende un alarido estremecedor que traspasa la pantalla, alcanza la pupila del espectador y se clava en ella en forma de astilla de memoria para recordarle que la Historia es una espiral de dolores, injusticias y silencios forzados condenada a repetirse si no se estudia, se analiza y, lo más importante, se recuerda.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *