Lo mejor de 2018 por… Nacho Villalba

Como cada año, me cuesta sacar conclusiones sobre las derivas que va tomando el cine actual, quizás porque no estoy lo suficientemente atento a las novedades como para formarme una idea de conjunto más clara. Pero tampoco vengo aquí a ello, sino a dejar mi parecer sobre lo poco o mucho que haya podido disfrutar de lo producido/estrenado este año. Mi lista, eso sí, estará determinada tanto por las ausencias (me quedan por ver muchísimas obras que me interesan enormemente: Call Be By Your Name, Mandy, Lo que esconde Silver Lake, Lazzaro felice, Dogman, Thelma…), como por mis propias filias e intereses, como es normal por otra parte.

En este sentido, creo que, ateniéndome a lo poco visto, ha sido un año al menos decente, con muchas películas notables y algunas poquitas realmente brillantes, y en el que he vuelto a disfrutar con los grandes nombres de siempre (Schrader, P.T. Anderson, los Coen, Cuarón… — lo siento, Polanski, este año tú me has fallado), con algunos prometedores debutantes (Aster, Eklöf, Goldhaber, Wyss…) y con mis géneros predilectos: el terror (Los extraños: Cacería nocturna, Hereditary, Cam, Revenge, Blanco perfecto, El apóstol…) y el documental (Caras y lugares, Ni jueza ni sumisa, Lo que dirán, Entre la ola y la roca, Casa de nadie…).

Un año satisfactorio, en definitiva, aunque esperemos que este que empieza sea, si cabe, un poquito mejor.

 

10Blanco perfecto – Downrange (Ryuhei Kitamura)

Un poco a contracorriente de esa tendencia del terror actual a adoptar la apariencia de cine de autor quien sabe si en busca de legitimación (tenemos este año la obra más significativa en Hereditary, película por lo demás notable y presente, de hecho, en esta propia lista), el último trabajo de Kitamura es un ‹slasher/survival horror› reducido a lo esencial: un puñado de personajes, un único escenario, cero motivaciones, cientos de litros de sangre y no pocas dosis de humor negro como el azabache. Una gozosa orgía de violencia que suple su evidente falta de sustancia con una inventiva visual que vuelve a demostrar la destreza técnica del autor de Azumi, amén de una de las películas que mejor partido ha sabido sacar a sus considerables limitaciones. Totalmente reivindicable.

 

9 — Holiday (Isabella Eklöf)

Un raro ejemplo de cine de la provocación que no se sustenta en el impacto fácil de sus imágenes (que existe), sino en lo que estas finalmente logran transmitir sobre la realidad en la que vivimos. A diferencia de Revenge, el competente pero obvio ‹rape and revenge› de Coralie Fargeat que también puso en su centro la violencia patriarcal que infecta nuestro tejido social, Isabella Eklöf se permite interrogarse con más ambigüedad y mala leche sobre la posición que ocupa la mujer en todo ello, y sobre el poder como elemento clave en la construcción de la identidad individual y colectiva. Sin dejar de ser una película de trasfondo feminista, su naturaleza subversiva puede que cause desconcierto incluso dentro de las propias filas del feminismo. Por lo demás, estamos ante un artefacto visual gélido y fascinante, con una mirada clínica a lo Haneke que, lejos de resultar derivativa, se antoja pertinente. Un debut verdaderamente prometedor.

 

8 — Hereditary (Ari Aster)

Para casi todo el mundo, la película de terror del año. Siendo honestos, creo que sus méritos se han sobredimensionado un poco; aún así, me parece una de las obras más refinadas y perversas que ha visto el género en bastante tiempo, punteada por imágenes que se mueven entre la sugerencia y el pavor, especialmente en un tramo final enloquecido pero calmoso. La meritoria gravedad con la que ilustra el Mal, rehusando cierta retórica visual muy machacada por películas de corte similar, es sólo uno de los elementos distintivos de este estupendo debut. Cierta arritmia en su parte central y la forma en que se explica a si misma en su desenlace rebajan algo el alcance perturbador y enigmático de la propuesta, repentinamente desprovista de misterio. Queda, en cualquier caso, la constatación del talento de su director, a quien no debemos perder la pista.

 

7 — Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh)

Hay quien la ha definido como un sucedáneo competente del cine de los Coen. Creo que es un tanto injusto rebajar de este modo los méritos de uno de los thrillers mas estimulantes y atractivos de los estrenados este año. A McDonagh podrá reprochársele su empeño en demostrar que la realidad no es nunca únicamente negra o blanca, que de hecho siempre se mueve en tonos de gris, que todo (incluidas la maldad y la bondad) es relativo, y que el ser humano, con sus pasiones y miserias, es de una complejidad admirable. Su fijación, como decíamos, en introducir estas ideas en la mente del espectador puede hacer que su trama incida a veces en giros forzados o inverosímiles, pero es algo que uno percibe después, cuando se detiene a pensarla: en el transcurso, Tres anuncios en las afueras fluye de forma brillante jugando con las expectativas del respetable, reflexionando agudamente sobre la venganza y el perdón y entreverando hábilmente drama, thriller y comedia. Aunque su mayor logro es conseguir insuflar alma a todas sus criaturas, incluida aquellas más patéticas que rozaban la caricatura. Así, inesperadamente, la película se revela como cinta de gran calado humanista, por encima de cualquier otra consideración.

 

6 — Sarah Plays a Werewolf (Katharina Wyss)

Este estudio de personaje secretamente en liza con su entorno familiar (en el que se cobija un monstruo) es uno de los más intrigantes y poderosos que he visto últimamente. También uno de los más inclementes: el trabajo de cámara, claustrofóbico, con el rostro de la protagonista casi siempre en primer plano (todo lo que la circunda desdibujado y amenazante), es, aparte de una decisión estética inteligente que su directora mantiene coherentemente durante todo el metraje, una demostración prístina del modo en el que la forma puede iluminar el fondo, en este caso el interior angustiosamente asediado por el miedo y la incomprensión de una joven al borde del abismo emocional y cognitivo. Si en algún momento, sobre el papel, pudo haber aquí material de telefilm de sobremesa, Wyss se encarga, mediante la sugerencia y una exploración psicológica verdaderamente concienzuda y alérgica al sentimentalismo, de que su película sea otra cosa, sin duda más valiosa e inclasificable.

 

5 — The Florida Project (Sean Baker)

Sean Baker tiene la infrecuente habilidad de retratar a los parias del sistema sin asomo alguno de paternalismo, miserabilismo y condescendencia, situándose en las antípodas del cine social al uso. Por eso, por su franqueza, su humor, su poesía, su calidez humana reacia, no obstante, a cualquier tipo de falsaria dulcificación, es por lo que sus películas resultan tan estimulantes y conmovedoras, especialmente esta The Florida Project, que refleja la miseria que habita en los márgenes del Sueño Americano desde la mirada límpida de una niña que experimenta el mundo que la rodea (ese motel cutre a las afueras de Disneyworld) como un eterno campo de juegos de vívidos colores, impermeable a los estragos de una realidad social cuya dureza no escapa a los ojos del espectador. Sin ser una obra redonda, remueve muchas cosas y habla de la pobreza y la marginalidad con una sensibilidad y convicción admirables.

 

4 — La balada de Buster Scruggs (Joel Coen, Ethan Coen)

La muerte sobrevuela este brillante homenaje a un género (el western) al que los hermanos Coen ya habían declarado su amor en su remake de Valor de ley, amén de servir de compendio de todos sus temas, registros y obsesiones. Menos irregular de lo que se ha comentado, funciona tanto en el humor sarcástico, irónico y surrealista (los dos primeros episodios), como en su vertiente más intimista y dramática (los protagonizados por Tom Waits y Zoe Kazan, este último una auténtica joya). El laconismo fatalista del segmento que protagoniza Liam Neeson (demoledor, por otra parte) se siente algo estirado, pero apenas ensombrece los muchos logros de este trabajo cargado de sabiduría y belleza. Los Coen vuelven a demostrar, en definitiva, que incluso en trabajos considerados menores como este, siguen estando muy por encima de la mayoría de directores actuales.

 

3 — Ni jueza, ni sumisa (Jean Libon, Yves Hinant)

Una de las películas más fascinantes y sorprendentes que he visto este año. Ilustra, siguiendo las peripecias de una jueza de singular personalidad, el funcionamiento y entramado del sistema judicial belga (por extensión, del sistema judicial a secas), demostrando, a la postre, cómo de apasionante, extraño y revelador puede ser algo tan básico como ver a alguien ejerciendo su trabajo. Supongo que porque pone de relieve las complejidades del mundo en el que vivimos de un modo tan naturalista y alejado del tópico (y de cualquier tipo de buenismo: aquí hay no poca incorrección política) que sólo puede causar asombro y genuina curiosidad. Si alguien siente predilección por la temática criminal aplicada a la vida real, este documental chocante, instructivo, oscuramente divertido, a veces sencillamente perturbador (la confesión de la infanticida hiela la sangre), puede ser una opción inmejorable.

 

2 — Roma (Alfonso Cuarón)

Cuarón regresa a su tierra, a su infancia, pero no rebaja ni un ápice su ambición: su asombroso equilibrio entre lo íntimo y lo universal, entre lo individual y lo colectivo, así como la brillantez absoluta de sus imágenes, de su misma ejecución (suaves paneos y travellings laterales) hacen de ella una obra tan hermosa como singular. Lo difícil está, en todo caso, en que el derroche de genio artístico (que vuelve a confirmar a su autor como uno de los directores más brillantes del cine contemporáneo, por si no había quedado claro tras Gravity e Hijo de los hombres) no vaya en detrimento de la propia narración; afortunadamente, la historia respira con naturalidad dentro del hipnótico entramado audiovisual que dispone Cuarón, sin que sus aspiraciones sociales y dramáticas queden enterradas bajo su imponente aparato formal. Secuencias portentosas como la del parto o la playa (aunque hay muchas otras igualmente memorables) están preñadas no sólo de belleza, sino de una autenticidad, emoción y (paradójica) humildad que las hace inmediatamente conmovedoras.

 

1 — El hilo invisible (Paul Thomas Anderson)

De un genio tan precoz y fulgurante como el que representó Paul Thomas Anderson uno podría esperar que, con el paso del tiempo, tendiera en cierto modo a acomodarse, haciendo la misma película que le dio prestigio una y otra vez. Sin embargo, la sensación imperante es otra: que con cada nueva película asume más y mayores riesgos; que, sin dejar nunca de ser fiel a sí mismo, se reinventa en cada nuevo proyecto, poniéndose metas más complicadas y haciendo, por ende, películas más difíciles, radicales e inabarcables. El hilo invisible es la última gema de su apasionante trayectoria, y probablemente la más fascinante de todas: una historia de amor tortuosa y esquiva (con fantasma materno al fondo) bajo cuya frialdad formal y narrativa late un maremágnum de emociones y deseos contradictorios. No hay nada remotamente obvio en esta obra misteriosa e insondable sobre la naturaleza enigmática del amor, así como nada resulta obvio en la relación de mutua dependencia que establecen sus dos protagonistas (el genio frágil torturado por su idea de perfección y la musa que comprende que bajo su talante despótico yace un filón de vulnerabilidad). Relato de raigambre gótica y espíritu heterodoxo, es una cinta hermosa y triste que deja ese poso de grandeza y amargura que sólo saben dejar las obras verdaderamente mayores.

 

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