Lo mejor de 2018 por… Juan Prieto

Con el tácito permiso de su redactor, hago mía una de las últimas reflexiones del periodista Carlos F. Heredero al constatar que, si bien el año pasado ha quedado marcado en los anales de la historia del cine reciente como un punto de inflexión en el ámbito de la industria cinematográfica —la compra de la división cinematográfica de Fox por la todopoderosa Disney, la reducción de los márgenes entre la explotación en pantallas y las siguientes ventanas de exhibición en países de fuerte conservadurismo en este sentido como Francia, el (esperado) éxito de crítica y público de Roma, cinta producida por uno de los nuevos ‹players› del mercado que paradójicamente nace con la intención de competir contra la misma industria que recompensa sus creaciones con premios y selecciones en festivales…—, no hay que olvidar que el bosque jamás debe impedirnos vislumbrar los árboles, y que son las películas, sea cual sea su origen, su tamaño o sus aspiraciones, las que continúan haciendo que podamos seguir hablando en lugares como este de lo que realmente nos apasiona.

 

10 — In fabric (Peter Strickland)

Es In fabric, como toda obra ante la que merece la pena detenerse unos instantes, una amalgama de imaginarios provenientes de las diversas fuentes por las cuales su autor profesa una completa devoción. Peter Strickland, cineasta de un insólito barroquismo deudor de la etapa más loca de Peter Greenaway, consigue dar forma a la historia de un vestido maldito que, narrada bajo un estilo guignolesco, en manos de la mayoría resultaría artificiosa e incluso autoparódica. In fabric, más allá de retomar la profunda elegancia y malestar de sus dos anteriores largometrajes anteriores, maneja los códigos del giallo aunados a los de la serie B del melodrama británico televisivo para finalmente acabar tomándose tan en serio su relato que es complicado no sentirse abrumado por la absurda sensualidad que desprende. Aún insólita en las pantallas españolas, tendrá distribución limitada durante el transcurso de este año.

 

9 — Climax (Gaspar Noé)

El cuerpo como receptáculo de filias, fobias, placeres y sufrimientos. Si el cuerpo ha sido en la filmografía del francoargentino más famoso de este siglo causa y consecuencia de sus viajes sensoriales, ya sea puramente a nivel anatómico o en una dimensión simbólica, como objeto que aúna e irremediablemente atrae la frágil frontera entre la vida y la muerte, podría decirse que Climax plantea el discurso del cineasta más interesante entorno al este, ya que en esta película el cuerpo actúa como catalizador del lenguaje cinematográfico. El descenso paulatino a los infiernos de los bailarines tiene su reflejo en el uso extremo de la cámara, la música y del diseño de sonido como descontextualizadores audiovisuales de los acontecimientos. Noé sigue incomodando a ese espectador ávido de conocer hasta dónde puede llegar el salvajismo de un artista que, pese a que nos perturbe admitirlo, no hace otra cosa que somatizar algunas de nuestras obsesiones más oscuras. Kubrick hizo evolucionar al simio en humano, Noé propone el camino inverso.

 

8 — Human, Space, Time and Human (Kim Ki-duk)

Otra prueba más del tremendo desparpajo del cine asiático a la hora de mezclar géneros dispares, trascender convenciones éticas y destruir planteamientos escénicos. La radicalización, y por ello agradecida frescura, del cine del aún ‹enfant terrible› Kim Ki-duk es capaz de levantar ampollas todavía hoy incluso entre los gregarios de las nuevas vanguardias que se prestan a canalizar y apadrinar las más dispares voces del panorama. Presentada en la sección paralela de la última Berlinale y condenada a la ignominia desde su primera proyección, la última cinta del surcoreano puede sin duda considerarse un batiburrillo de ideas escupidas a la cara del espectador para su única consternación («épater les bourgeois», que diría Rimbaud) pero es innegable su poder alucinógeno y la cantidad de alegorías políticas, ecológicas, humanas, jerárquicas y sociales formuladas por minuto en esta historia coral ambientada en un crucero turístico que aparece de repente surcando los cielos ante la sorpresa de sus pasajeros, quienes se verán obligados a ingeniárselas para sobrevivir entre gangsters, marines y aristócratas.

 

7 — El hilo invisible (Paul Thomas Anderson)

Adentrarse en este largometraje supone una experiencia contradictoria. Si la película fuera uno de los vestidos que diseña el protagonista, su tejido tendría el acabado de una cinta de Visconti, suntuoso y barroco; pero su forro interior tendría la textura del pelo de una res mal secada, todavía con olor a muerte, grasosa e incómoda al tacto. Huelga decir que no hablo exclusivamente de una dialéctica entre forma y fondo, la última película de Paul Thomas Anderson ofrece una dicotomía entre ambas mucho más interesante. Lastrado por un malsano complejo de Edipo, el personaje encarnado por Daniel Day Lewis seduce, domina y finalmente ignora a una joven camarera quien, tras doblegarse ante sus encantos, perfecciona un tour de force sometiendo al hombre a una voluntad enfermiza y perversa ante la cual acepta inexorablemente. «Kiss me, my girl, before I’m sick».

 

6 — Suspiria (Luca Guadagnino)

Suspiria posiblemente sea la relectura más libre que se haya hecho el pasado año sobre un material de origen. Precisa como es la cinta de Argento tanto a nivel estético como a nivel mitológico, siendo uno de los pilares de su supuesta aunque nunca oficial Trilogía de las Tres Madres, la adaptación que esta vez realiza Luca Guadagnino de esta obra maestra del giallo no pretende surcar los mismos derroteros, consciente de que la cinta del setenta y siete es una gema única producto de una época determinada en la historia del cine italiano. La nueva Suspiria guarda con su antecesora el poderoso esoterismo que aplica tanto al argumento como a la puesta en escena. Por momentos, la cámara en tensión constante del cineasta parece estar pronunciando una suerte de conjuro cuenta habida de su frenético montaje y sus angulosos tiros de cámara. Sin embargo, lo que realmente permanece en esta nueva versión del clásico es el relato iniciático de la inocente y virginal bailarina a través del descubrimiento del fruto prohibido, representado como un aquelarre en una escuela de danza, que le obliga a probar en sus carnes el púlpito y el deseo oculto. La figura de la bruja, estandarte histórico de la represión de la mujer libre y empoderada cuya sabiduría equiparable e incluso superior a la del hombre la convertían en objeto de persecución, toma las riendas de la mitología del largometraje y es magnificada en un magistral desenlace completamente desvergonzado y falto de todo prejuicio.

 

5 — Carmen y Lola (Arantxa Echevarria)

El primer largometraje de Arantxa Echebarría es una maravilla neorrealista como hace mucho tiempo no ofrecía el cine patrio. Rodada con un elenco de actores y actrices de etnia gitana no profesionales, Carmen y Lola se eleva como un grito de pureza narrativa que desarrolla en pantalla un primer amor limpio de artificios, de pretensiones sentimentales, contando las cosas tal y como son o podrían haber sido. Es una historia ficticia, pero con actrices tan reales que no lo parecen, que ni siquiera lo son. Podría ser una crónica documental, pero consciente de que sólo la imaginación le da sentido con destellos de realismo mágico como una piscina que suena sin llevar agua o un cristal roto con la forma del ser amado. Y pese a todo, pese a su franqueza, pese a lo evidente que resulta su trama, la película quiere ser y es antes una firme declamación social que un cuento de hadas, aunque tenga los colores y el fondo para serlo.

 

4 — Utøya, 22 de julio (Erik Poppe)

Otra cinta aún sin estrenar en España aunque de aterrizaje próximo de la mano de la distribuidora Caramel Films es la representación dramática de la masacre juvenil perpetrada por Anders Breivik en la isla noruega de Utøya tras haber detonado un artefacto explosivo frente a la oficina del Primer Ministro en Oslo. Narrada a tiempo real y rodada en un único plano secuencia destinado a mostrar lo no-mostrable, a jugar con la empatía del espectador y su aguante psicológico, la cinta ofrece un mayor interés como representación cinematográfica del caos sin sentido en primera persona que como documento histórico de lo sucedido. La cámara, en constante movimiento, sigue la angustiosa escapatoria de una joven superviviente del atentado desde la entrada del criminal en la isla hasta la llegada de la guardia costera para socorrer a las víctimas. Cuando todo atisbo de lógica se ha perdido y entra en escena el horror y lo inimaginable, ¿qué queda a lo que poder aferrarse?

 

3 — Call Me By Your Name (Luca Guadagnino)

Necesarias son, en esta época que vivimos de creciente pedagogía intrasocial, las discusiones que abogan por enmarcar esta película como una simple y llana historia de amor a expensas de la orientación sexual de sus protagonistas. Una de las muchas bazas del segundo hito de Luca Guadagnino este 2018 ha sido el logro de plasmar en pantalla la universalidad del primer amor a través de sus diferentes etapas, del encuentro al desarraigo pasando por la sublimación, y permitir que todo aquel que lo contemple se vea representado en él. No obstante, lo que realmente plantea Call Me By Your Name, y la convierte en un prodigio de la narración sensorial, es una historia acerca del deseo y su componente liberador que genera tanto felicidad como sufrimiento por lo que nos enseña de la vida. La pulsión exacerbada que ya existía en Yo soy el amor o Cegados por el sol está también aquí presente bajo cada línea de diálogo, bajo cada gesto de los protagonistas. Esta es una película que hierve (al igual que “hierve” el celuloide en dos de sus secuencias más brillantes) y que, pese a todo, se nos presenta con un ritmo sosegado, lisérgico, casi atemporal en los alrededores de un pequeño pueblo italiano de paisajes impresionistas. Grandiosa es la vitalidad y sabiduría de sus creadores, y más aún cuando se cae en la cuenta que su guionista, quien realiza una soberbia adaptación de un relato adolescente, tiene actualmente noventa años.

 

2 — Un couteau dans le coeur (Yann Gonzalez)

En el podio de la nostalgia transartística de décadas pasadas se irguió el pasado año una obra desafortunadamente inédita en pantallas españolas pese a su estreno en la competición oficial de Cannes. La segunda película del francés Yann González retoma el aura carente de referentes temporales de su anterior obra Les rencontres d’après minuit y lo ensancha en un brillante y desinhibido homenaje ochentero (mucho tiene que decir sobre ello la banda sonora de su hermano, compositor a la cabeza del grupo de dream-pop M83) a la belleza que supone el sacrificio del oficio de cineasta hacia el séptimo arte, a través de la truculenta trama de una directora de cine porno gay de los años setenta cuyo equipo es perseguido por un asesino en serie. Porque si algo rezuma Knife+Heart es belleza y elegancia, ya sea sucia, sangrienta o bucólica.

1 — Isla de perros (Wes Anderson)

El regreso de Wes Anderson al ‹stop motion› tras casi una década supone no sólo la mejor cinta (de animación) del año sino también una cumbre en su filmografía. Rebosante del cándido humanismo y el humor naif que caracteriza sus narraciones, Isla de perros es también una carta de amor a uno de los muchos imaginarios cinematográfico de su director. Al desvincular de sus orígenes las claras referencias a la etapa ‹noir› de Kurosawa, al expresionismo de los ‹cartoons› estadounidenses televisivos o incluso el espíritu de Avedikian, de cuyo cortometraje Chienne d’histoire bebe libremente la trama, el cineasta logra hacerlas suyas añadiendo minuciosas y cuidadísimas capas de barroquismo animado obradas con su ya desarrollado fetichismo estilístico. Añadir que, pese a andar a cuatro patas, en esta fábula de lucha de clases y mensaje ecopolítico los protagonistas constituyen otra vertiente más del prototipo andersoniano: condenados por fuerza mayor al ostracismo, un grupo de canes de pura raza aunque abandonados (los hermanos Tenenbaum, los de Viaje a Darjeeling, la joven pareja de Moonrise Kingdom) deberán encontrar su camino de vida gracias a las lecciones de otro can igual de retraído pero de gran sabiduría (Mr. Fox, el Steve Zissou de Bill Murray) que les servirá de guía espiritual para huir del fracaso congénito a su condición.

 

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