Libélulas (Luc Knowles)

Si atendiéramos exclusivamente a las imágenes que crea Luc Knowles, su largometraje Libélulas (2021) podría parecer un título de cine independiente estadounidense de los años noventa o de los cineastas que han llevado su legado hasta nuestros días. La definición estilística en este sentido no es circunstancial sino consistente durante todo su metraje. Los espacios elegidos para las localizaciones se distribuyen entre varios lugares del interior del país, construyendo un suburbio periférico imaginario que no pertenece a ningún lugar, pero que se hace reconocible a partir tanto de sus referentes arquitectónicos como cinematográficos. Una especie de pueblo fantasma disperso con caravanas y casas donde distintos personajes, sobre todo jóvenes, transitan y viven sin futuro. Cata (Milena Smit) y Alex (Olivia Baglivi) toman el eje del relato como dos amigas que se conocen desde la infancia y comparten sus sueños de escapar y buscar un futuro lejos de la marginalidad y la exclusión social a las que se ven condenadas. Una trama con una pequeña cantidad de droga robada (y la intención del personaje de Baglivi de huir con su novio Jota (Gonzalo Herrero) en cuanto la consigan vender) da cuerpo a la estructura de la narración, sobre la que se construye una mirada impresionista sobre una colección de individuos rotos y alienados.

Lo coral del filme se subraya con la utilización de distintas voces en off que aportan reflexiones sobre sus circunstancias y la historia o interpelan directamente al espectador, fragmentando al mismo tiempo el punto de vista. Una fragmentación que se transcribe al tratamiento de los espacios en escena, con una realidad que asume inefable e imposible de capturar con la cámara en mano y un montaje que no para de alternar distintas perspectivas de la acción y los diálogos —y hasta el uso de ‹jump cuts›—, que utiliza el director para seguir todos los movimientos y huidizos gestos de los protagonistas y sus conflictos. La contención en el tono se ve saboteada en múltiples ocasiones por la intensidad desproporcionada con la que Milena Smit y Olivia Baglivi resuelven algunas escenas. Algo que llega a su paroxismo en una discusión entre ambas filmada en un tenso y naturalista plano secuencia durante varios minutos, en los que ambas desencadenan toda un abanico de emociones explotando al máximo su versatilidad en el cambio vertiginoso entre registros dramáticos. Estos excesos puntuales adelantan el que sucede cuando la película expone de manera directa sus intereses más melodramáticos en un final anticlimático, que se deja llevar por lo simbólico y poético, por la aparente necesidad de dar un cierre trágico a la historia, presagiado desde casi el principio con la aparición del policía corrupto Vico (Javier Collado) investigando la venta de narcóticos.

Pero antes de llegar a ese punto, los planos fijos en gran angular hacia un supermercado, la nerviosa manera de mover la cámara entre las caravanas, los tráileres y las casas al borde la carretera, la luz en las tomas nocturnas en locales de fiesta o aparcamientos, los personajes en recintos polideportivos o en canchas de baloncesto, caminando o simplemente pasando el rato en lugares como un viaducto —con el acompañamiento de su banda sonora electrónica— parecen llevarnos al mismo universo de Gummo (Harmony Korine, 1997). Uno compartido a nivel temático, discursivo y estético con parte de las filmografías de Larry Clark, los hermanos Safdie, Sean Baker o Gregg Araki y sus personajes límite, en una descripción feista y sucia del mundo postindustrial, con violencias y miseria de todo tipo, en el que sus protagonistas fracasan sistemáticamente al intentar apoderarse del relato de sus propias vidas, aunque logren instantes de felicidad o esperanza puntuales. Todo envuelto en una intrascendente trama policial y un triángulo amoroso apenas apuntado entre Alex, Vico y su pretendiente Chino (Lei Lei Wu), que son la excusa para darle algo de sentido argumental a lo que podría ser un retrato generacional y un estudio social de las extracciones más humildes de la clase trabajadora. Tal como haría Andrea Arnold en American Honey (2016), sólo que demasiado deudor de formas y corrientes fílmicas originadas hace tres décadas, cuyos códigos ya se perciben demasiado familiares.

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