Leyla Bouzid… a examen

En su más reciente Una historia de amor y deseo (Une histoire d’amour et de désir, 2021) la directora tunecina Leyla Bouzid aborda las contradicciones de quienes preservan una supuesta esencia del Islam fuera de países árabes, en contraste con aquellos que aceptan el cambio en sus costumbres y se integran mejor en la nueva sociedad francesa que les acoge. Ese conflicto se veía desde el ámbito personal de su protagonista de origen argelino, su relación con la migrante tunecina Farah y lo que aprendía en sus clases de la universidad sobre antiguos poetas musulmanes, que desafiaban su limitada visión y abrían caminos desconocidos hacia la inclusión del placer en su restringida concepción de la cultura en la que ha sido educado. Desde un relato personal, la directora alcanza la dimensión social para establecer el discurso del filme sobre la represión sexual, la identidad y el peso de la tradición. En su primer largometraje, As I Open My Eyes (À peine j’ouvre les yeux, 2015), ocurre algo parecido en su estrategia narrativa para explorar la opresión del pueblo de Túnez siguiendo a la joven Farah (Baya Medhaffar) en los meses previos a la Revolución de la Dignidad —precursora de las protestas que se sucedieron en distintos países durante la Primavera Árabe—.

Bouzid establece fuertemente el contexto familiar de su protagonista como la base de su narración. Ella está a las puertas de entrar en la universidad y con la presión de las expectativas de su madre Hayet (Ghalia Benali), que desea que entre en la carrera de medicina contra sus deseos. Farah forma parte de una banda de rock con canciones repletas de carga política, en las que se introducen críticas a la situación del país mezclando el folclore y los antiguos instrumentos con las nuevas tecnologías y tendencias musicales. Los ensayos, las actuaciones en locales y la propia voz de la actriz —que interpreta sus canciones— proveen del tono reivindicativo y de anhelo del cambio a la cinta, con la mirada de Bouzid muy pendiente de su rostro en primeros planos, que se abren lentamente para cubrir el espacio y mostrar al resto de integrantes de la banda. La voz de la cantante, arropada por todo un trabajo colectivo que la arropa y hace sonar de una forma singular, expresando la preocupación ante la falta de trabajo y futuro, el exilio y las calamidades de quienes abandonan su tierra buscando oportunidades y el ambiente asfixiante por la falta de libertades. Todo esto combinando el pasado con el futuro, proyectando su mensaje públicamente y haciendo de su esfuerzo grupal una afirmación artística cuyo trasfondo resulta imposible de silenciar.

A través de la relación materno-filial la directora estudia la confrontación intergeneracional entre los adultos —que se han conformado con una realidad carente de esperanzas— y los más jóvenes, que pretenden cambiarla. La persecución política mediante el padre y su falta de oportunidades si no colabora con el régimen y se integra en el partido único. Con su relación romántica con uno de sus compañeros de la banda, el conservadurismo de la sociedad tunecina. Acaba incorporando además elementos de suspense con la invisible amenaza de la policía y el seguimiento de las actividades subversivas del grupo en sus actuaciones. Una amenaza que toma importancia progresivamente desde el fuera de campo y se apropia de la película en su último tramo, trastocando hasta el punto de vista. Desde el realismo social la cineasta abraza e incluye lo simbólico. La lucha por mejorar la situación en Túnez no es solo material sino también cultural. En ese proceso que a posteriori parece inevitable, las voces no se pueden acallar por completo ni sus mensajes hacerlos desaparecer sin dejar rastro. Bouzid apuesta por el reencuentro entre generaciones para unirse en un canto común que represente a todos, aunque persista únicamente entre susurros en la intimidad de los hogares. Un canto que mantuvo vivas las esperanzas de cambio hasta que los ciudadanos salieron por fin a las calles.

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