Puede que el subtexto de fondo, la idea que pretende transmitir Carlos Vermut en Mantícora, no sea precisamente un alegato sutil, de hecho el subrayado es constante sea a través de diálogos, imágenes o en la misma superficie temática de la obra. Es decir, no es nada sorprendente constatar que estamos ante la lucha de una persona (o personas) contra su monstruo interior, contra una naturaleza terrible que desafía los conceptos y humanidad misma cuando esta se pone en el espejo de alguien acostumbrado a vivir de crear monstruos de fantasía.
Pero, sinceramente, esto no supone problema alguno, es más, Vermut quiere dejarlo patente y sin embudos, como si un tema tan doloroso e importante necesitara de confrontación directa, sin ambages. No es esta la primera vez que Vermut nos enfrenta con la pedofilia, ya en Diamond Flash nos encontrábamos con la paradoja del superhéroe cuyo disfraz, más que una identidad secreta, quería tapar sus vergüenzas, sus impulsos sexuales. No es este el caso de Mantícora. Aquí no hay disfraz, sino reconocimiento directo y con ello el mirar cara a cara a una persona cuya existencia diaria es una pelea contra sí mismo.
Lo verdaderamente incómodo del film es su desarrollo entre anodino y cotidiano. La naturalidad con la que cada tema se presenta, cada contradicción, cada deseo reprimido y sus consecuencias físicas. No se trata de hacernos empatizar con su protagonista, si no más bien de entenderlo, de sufrir en su piel sus vivencias. Pero también, y ahí está la clave de todo, poder odiarlo, poder sentir cuando el monstruo se apodera de él y ver la transformación, casi imperceptible, de humano a depredador.
Espacio hay para un arco romántico muy ‹sui géneris›. No estamos ante una historia de una amor redentor, cosa que sería desvirtuador y prácticamente ridículo. Se trata de poner juntas a dos personas con sus propios conflictos, relacionarlos conectando, a través de silencios y explicaciones veladas sus propios miedos. Dos clases muy diferentes de monstruos que parecen necesitar a alguien que les descubra para poder ser auténticamente ellos, con todo el dolor que ello podría suponer y, a la vez, encontrar una forma de sanación por una especie de osmosis, de reconocimiento mutuo.
Mantícora, sin volver a la estética del extrañamiento realista que tan bien había funcionado en Magical Girl, sí recupera cierta parte de su espíritu perdido en ¿Quién te cantará? mediante el uso de situaciones y diálogos chocantes, por su propia naturaleza de moralidad cuestionable. Estamos ante un retrato naturalista de los márgenes, de aquellas personas que conviven entre nosotros con una apariencia de ser humano considerado normal. Vermut se sumerge en ellos, revelándonos aquello que ellos mismos no pueden decir ya no por miedo sino por saber sin duda que serán rechazados de plano.
Así pues el director se erige como una especie de portavoz de aquellos marginados cuya condición es inamovible, sea por su propio silencio o por si su verdad fuera revelada. Un film desagradable, violento e incómodo que consigue removernos, hacernos sufrir de un modo tan múltiple que resulta muy difícil de olvidar. Cine de historias cotidianas, repugnantes y controvertidas. Emociones no deseadas pero necesariamente visibilizadas.