Las flores de la guerra (Zhang Yimou)

Zhang Yimou es ese director experto en dramas rurales ambientados en la China de los años 30. Aprecio el color de sus películas y el tacto con el que las mujeres toman presencia en ellas. Su sutileza es la que consiguió que Gong Li fuese una musa para todos, no solo para él, y que sus inicios como director de fotografía estén presentes en su modo de hacer cine.

La lluvia ha continuado su curso natural y él ha evolucionado en sus formas. La musa es ahora otra (una Zhang Ziyi que no aparece aquí) y el clamor de los colores puros ha dejado paso al tono grisáceo propio de tiempos devastadores de guerra. Es la carta de presentación de su última película, Las flores de la guerra, que aunque pasó por festivales y entregas de premios en 2011, llega ahora a nuestros cines.

La masacre de Nanjing, capital de la república china durante la segunda guerra chino-japonesa, ha sido un duro drama del que se han nutrido numerosas películas y novelas. En 2009 una de las últimas aproximaciones a este tema fue la de Lu Chuan con Ciudad de vida y muerte. Pero Yimou quiso encerrarse tras las puertas de la parroquia de Santa María Magdalena y contar la traumática situación que vivieron los que allí quedaron a través de un colorido rosetón del que sólo quedaban pedazos. Se trata de la adaptación de la novela Las flores de la guerra, de Geling Yan, la producción cinematográfica más cara de la historia de China. No sé si por casualidades del (¡oh, cruel!) destino o por necesidades físicas (rejuvenecer el reparto para una mayor tensión sexual, literalmente) decidieron matar al padre Engelmann, uno de los protagonistas sobre el papel y traer a un maquillador de cadáveres norteamericano para prepararle en su muerte. Claro que la ocurrencia más indescriptible fue la de darle el protagonismo a Christian Bale, con su consecuente incapacidad de vocalizar en ningún idioma conocido, y barba.

Durante unos minutos iniciales en los que la guerra es un infierno reconocido con la decadencia de una ciudad sitiada por los japoneses, donde sólo quedan rescoldos de humanidad y restos de lo que fue un ejército intentando mantener lo que ya se ha perdido. Ahí, entre la masiva destrucción, todos los personajes encuentran un lugar majestuoso donde refugiarse, una inmensa iglesia que se mantiene prácticamente intacta en esa total desolación de edificios destruidos por las bombas y civiles muertos en sus calles. Es así como comienza una película de interiores narrada por una de las niñas que viven en esa parroquia, Shu (Xinyi Zhang), donde trece niñas viven, y que tras perder el pilar de su salvación, el padre Engelmann, deben aferrarse al primer adulto que aparece por la puerta, un hombre que con su cara de bandera de barras y estrellas puede ser un pasaporte hacia la libertad. A las trece niñas se les unirán las verdaderas flores, el tono que busca siempre Yimou para sus películas, el color entre tanta penumbra asociado a las prostitutas del río Qinhuai, que entrando por la fuerza, consiguen ocultarse en el internado. Para darles voz está Yu Mo (Ni Ni), elegante, sofisticada y dispuesta a todo por sobrevivir.

Pero a pesar de los vestidos de potencia cromática y los vapores de feminidad, la película tiene un bajo porcentaje del tan visual Zhang Yimou. El drama funciona entre los despojos de la supervivencia, explotando momentos de crueldad y compasión a partes iguales, pero sin profundizar en exceso en la inocencia de las niñas, en la sabiduría de las putas o en la caridad impuesta del norteamericano. El miedo está ahí, presente en cada rincón, pero no somos capaces de sentirlo como propio.

Y es que en un terreno tan aterrador como el que creó la masa de muertos que decoraba lo que antes se conocía como calles en la ciudad de Nanjing, la clausura de las puertas de la parroquia de Santa María Magdalena no encumbra a estas mujeres como diosas ni las reclama en la batalla, pues los enfrentamientos entre ellas no son capaces de superar a los vividos en La linterna roja (1991), aunque la lealtad que nos muestran es como una lección comprensible y muy digna, donde los individuos quedan en un buen lugar, y la masa en una colección de gallinas picoteando. Tal vez el lastre sea un Bale al que le queda grande el traje de sacerdote y no consigue convencer ni como borracho pendenciero ni como ilustre padre de todos los desamparados del mundo.

Pese a lo insulsas que resultan algunas interacciones entre personajes, hay momentos de vibrante lucidez en los que la cámara se posiciona en plena simetría para regalarnos algún plano pictórico que siempre agrada y deja marca de autor, como cuando alguien mezcla distintas variedades de uva en un vino. Es ahí, en leves pero intensos destellos donde Zhang Yimou suelta un ¡eh, sigo aquí! y la película toma nuevas perspectivas que caen una vez tras otra en miradas perdidas a través del cristal donde la guerra toma un sentido, el irracional que lleva a la hermandad entre desconocidos.

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