La segunda mujer (Umut Dag)

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Como es habitual en el cine de los países que comprende Asia Oriental, uno de los mayores triunfos que consigue la voluntad de sus industrias es el de aproximar al espectador occidental no solo los ecos de los pesares de las vidas que cabalgan entre la devoción y la sumisión, fruto de unos valores milenarios caducos que rezuman misoginia y desapego por la vida, sino también un pedazo de tierra patria que, tras su siembra y posterior marchita, contiene un rastro de las memorias y las vivencias germinales de todas aquellas habitantes anónimas que luchan día tras día por encontrar un sentido a esa esclavitud cultural que les ha tocado soportar y contra la que no pueden erigirse.

Este cine se mueve entre la ficción y el documental, si bien en la confusión de la fundición de ambos estilos convive la necesidad de lanzar ese grito reivindicativo que resuena bajo la piel tiempo después de haber concluido la función. La sensación de estar experimentando lo real, motivado por un elenco de actores que cuyo realismo interpretativo podría presuponer estados de improvisación y espontaneidad, agrega una dosis extra de realidad fenomenológica y dramatismo, pues estas miradas orientales suelen ser sinónimo de compromiso y denuncia. El cineasta Umut Dag, de origen austro-turco, repercute en dichas denominaciones y su reflejo se materializa en La segunda mujer (Kuma), un film en el que podemos percibir un registro más ficcional que documental pero no por ello menos doloroso en las razones de su línea temática.

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Alumno de Michael Haneke, en su debut se atisba una pulsión procedimental que bien podría recordar a la autoría del excelso maestro austriaco, salvando todas las distancias. Su relato está articulado con una inevitable gravedad germinal –una joven turca que debe viajar a Viena para formar parte, como segunda mujer, de una familia restrictiva a la hora de aceptarla-. Resulta difícil para la mentalidad occidental aceptar que esas son pautas culturales válidas para todo un grupo étnico, pese a que el director elige contener y no profundizar en este sentido. Dag preserva la estructura narrativa clásica en su guión pero se muestra rupturista respecto a él a la hora de traducirlo a imágenes, que muestran una filiación decididamente más moderna y una estructura en actos que fragmenta la linealidad de los sucesos.

Esta divisoria construcción se ennegrece, nunca mejor dicho, a través de su montaje, que no favorece la continuidad en la construcción espacio-temporal dado el gran número de fundidos a negro que solapan unas secuencias con otras. En muchas ocasiones, el cierre de un bloque y el comienzo del siguiente avanza de forma precipitada e injustificada, negando la facilidad que el propio relato ofrece para enlazar situaciones y acontecimientos. Así mismo, sus frecuentes elipsis y su pérdida de orientación temporal dificultan un rastro empático que solo se produce como bofetón emocional en los momentos de auge más melodramático, que por no estar solapados de forma más armoniosa caen, por momentos, en el culebrón de telenovela.

Es por tanto una obra que trabaja de forma limitada una base desgarradora y profunda, contada con una mirada valerosa cuya enjundia solo funciona por momentos, a medio gas. Mientras uno recuerda mejores películas que han tratado este tema, se me viene a la memoria la cita de la escritora islámica Ayaan Hirsi Ali que resume, mejor que nadie, esta amargura contenida: “la única esperanza verdadera para los musulmanes reside en que practiquen la autocrítica y que pongan a prueba los valores morales recogidos en el Corán; solo así podrán romper la jaula en la que están encerradas sus mujeres, y por añadidura ellos mismos”.

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