La fiesta silenciosa (Diego Fried)

Recuerdo la primera fiesta silenciosa en la que me adentré. Ya sabes, una festival de música, un lugar donde hay cola, veamos qué ofrece. Alguien te pasa unos auriculares con los que entras en la mano, y te encuentras a un montón de gente moviéndose desacompasada, totalmente metida en su propio mundo, como si estuviese inmersa en la mejor experiencia de su vida, cada uno en la suya. Pero sonoramente sólo hay jadeos, espasmos insustanciales, ruido de zapatos y sudor agrio. La realidad: parecen idiotas. Pero ahí está, en tu mano, la posibilidad de ser uno más, integrarte en el onanismo colectivo con solo ponerte los cascos, o renunciar saliendo a la luz del día a ver qué otras cosas ofrece el universo. Por supuesto, los enchufas y saltas, jadeas, sudas… ante la mirada extraña del siguiente que entra en la sala. El éxtasis fuera de contexto.

Diego Fried ha idealizado este concepto para dar forma a una ‹0vendetta› actualizada dentro de los cánones de la narración más romántica. La fiesta silenciosa tiene todos esos pasos propuestos al entrar, de casualidad, en una ‹rave› improvisada, con el aderezo de todo tipo de reacciones humanas desprovistas de alma. Esta es la historia de Laura, ya no tan joven, igualmente decidida, que tiene que casarse al día siguiente dentro de la inmensa propiedad del patriarca de la familia. Dilatando el hastío latente en la mirada de Laura, nos adentramos en una especie de pasadizo propio de Alicia en el País de las Maravillas, solo que en la actualidad no parece que una mujer necesite correr tras un conejo para vivir una aventura sin igual. Bien vale una incertidumbre en la cabeza que se quiera acallar para echar a caminar. Y parece que Laura encuentra la idiocia al otro lado de los arbustos, decidiendo voluntariamente si unirse a la misma o seguir el recto camino que lleva a casa de nuevo.

Pronto Laura y Alicia pierden su bienestar, dando paso al drama, la efusividad, la rabia desatada y el caos más absoluto donde el director se alía con las grandes tragedias literarias, los extremistas movimientos telenovelescos y los juegos del gato y el ratón en los que sabemos que todo, por necesidad, va a acabar mal.

Diego Fried sabe construir con solidez un relato donde el shock y la amargura se imprimen con la brusquedad de la inmediatez. Todo se resuelve sobre la marcha, en una misma noche, sin poder distinguir entre el bien o el mal por parte de ningún implicado. Pronto olvida el concepto de víctima permitiendo que Laura exprese su vulnerabilidad y rabia ante el injusto y decadente papel que debe desempeñar. Tampoco desaparece en ningún momento ese exceso de testosterona que marca la voluntad de todo hombre que participa, siendo el cómputo un lastre de manual para la libertad que debería pertenecer a su protagonista. En un mundo de hombres, todos se comportan… como hombres.

La fiesta silenciosa se toma su tiempo en diagnosticar sus primeros compases, con la intención de dejar claro cuál será el comportamiento de cada uno, del mismo modo que nos sorprenderá el cambio de roles de alguno de ellos. Rasgos para llegar al punto de inflexión, donde todo se transforma en un embudo de locura transitoria que va forzando la angustia y la anarquía justificada por el calor de una desgracia. Son distintos los puntos de vista que van alimentando la furia colectiva: los ‹flashbacks›, los dispositivos móviles, la narración convencional… Todo ayuda a dar forma al relato subjetivo de las partes y a la realidad vivida en conjunto.

Y es así como el terror entra en nuestras vidas, y el concepto de fiesta silenciosa cobra sentido, porque la conducta de todos, vista desde fuera, es propia de la enajenación momentánea, de la descontextualización de los cánones sociales, pero individualmente, cada uno de ellos ha vivido su propia experiencia personal, asonante, de sudor agrio y movimientos irregulares, dejando una resultado tan dispar como la pista de audio que decidieron seleccionar al principio.

El embudo acaba estrangulando las posibilidades del film, nos lleva en una única dirección hacia la tragedia póstuma, definitiva e irresoluble, todo porque alguien se creyó con más derecho que cualquier mujer —aquí una Jazmín Stuart que se come, literalmente, al resto del reparto—, infundiendo, ahora sí, el cabreo colectivo de cualquiera que observe los acontecimientos. En silencio, claro.

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