La alternativa | Lilith (Robert Rossen)

Existe un cierto atractivo cinematográfico en las películas que tratan el tema de la enfermedad. No por ella en sí misma, sino por cómo afecta a quiénes rodean al paciente, puesto que en muchos casos el allegado adopta otros dolores (tristeza, depresión…) al contemplar la indisposición de su ser querido, y por tener la oportunidad de examinar la forma en la que se muestran/resuelven los estereotipos que giran en torno al maltrecho estado de la salud. Es necesario distinguir, por otra parte, entre diversos padecimientos. Hay uno que afecta al plano físico, más palpable, más “agresivo” desde un plano visual, normalmente con mayor riesgo de generar un film acaramelado y, a priori, quizá menos interesante en la pantalla. Lo vemos en Una razón para vivir (Breathe), la ópera prima de Andy Serkis que nos muestra a un joven enfermo de polio. Pero por otro lado, y sin duda mucho más llamativo si se trata de la manera adecuada, resulta asistir al desarrollo de una enfermedad relacionada con el aspecto psicológico, temática que ha otorgado grandes títulos en la historia del séptimo arte. Así lo vemos en Lilith, una buena alternativa a la producción señalada con anterioridad.

El cineasta neoyorquino Robert Rossen, que tuvo en El buscavidas su trabajo más conocido internacionalmente, dirigió con Lilith su canto de cisne como realizador. La película nos muestra la llegada de Vincent, un veterano de guerra maltrecho emocionalmente, a un centro psiquiátrico situado en medio del campo. Allí deberá ayudar a la recuperación de varios pacientes, pero uno de ellos sobresale por encima de todos: Lilith, una joven esquizofrénica que supuestamente fue responsable de la muerte de su hermano y que ahora parece tratar de seducir a su nuevo cuidador. Es entonces cuando Vincent debe gestionar su propio lado psicológico para evitar caer en la siempre complicada relación doctor-paciente… o, por el contrario, para avanzar en ella.

Con estas propuestas iniciales encima de la mesa, Lilith ya ha dejado caer su aspecto más interesante: la obra pone en igualdad de condiciones a sus dos protagonistas. ¿Quién de los dos es el que tiene problemas mentales? Es ella quien está encerrada en un psiquiátrico, pero él no tiene problemas menos relevantes, ya que la guerra dejó muy turbado su panorama psicológico y busca algo a lo que aferrarse. Ese “algo” que parece, en un principio, haber encontrado trabajo en un centro de ayuda alejado de la vida urbana, pronto empieza a tomar la forma de su rubia y misteriosa paciente. La película modula la actitud de este dúo protagonista hasta el punto de que, tal y como comentamos al inicio del texto, muchas veces no se sabe quién de los dos necesita más ayuda.

Aunque resulta cautivadora la idea de tratar los problemas que se derivan de participar en un conflicto bélico (sobre todo porque en aquel entonces todavía no parecía preocupar demasiado), como le sucede a Vincent, en realidad es Lilith el verdadero motor de la cinta. Esbozada como una ‹femme fatale› de manual, Lilith encierra más de una incógnita en su manera de ser, en su pasado y en sus ideas de futuro. Buena culpa de esta hábil representación recae en una Jean Seberg devastadora, poseedora de la enigmática mirada que necesitaba su personaje para convertirse en el misterio con el que Rossen comienza a otorgar sentido a su trabajo. El resto llega de la mano de la propia habilidad del cineasta para saber encajar cada plano en su sitio, especialmente aquellos que necesitan enfatizar el nada indiferente rostro de la actriz estadounidense y que nos transporta a una esfera de suave tensión de la que, como le sucede al propio Vincent, es casi imposible escapar.

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