Jonathan Glazer… a examen

No deja de ser curioso que en el mismo año de estreno de Sexy Beast apareciera también una película como Snatch: Cerdos y diamantes. De alguna manera daba la sensación de la explosión de una suerte de cine de gánsteres británicos marcados, en primera instancia, por ser deudor de Tarantino (las comparaciones a este respecto eran constantes) y caracterizado por un enfoque que se movía entre la deslegitimación del mundo criminal por la vía del humor negro y al mismo tiempo hacer de la miseria moral de trama y personajes un factor carismático. Todo ello, naturalmente, en una estructura formal fragmentada, con cierta tendencia al videoclip y a las tramas paralelas.

En este sentido Sexy Beast parecía un producto de este estilo ya no deudor de Tarantino sino incluso de un Guy Ritchie en la cresta de la ola. Quizás por ello Jonathan Glazer sorprendía con un film que, aunque abordaba de alguna manera el mismo mundo Ritchiano, lo hacía con una personalidad propia cuyo despliegue no podía ser más diferente. Cierto es que el planteamiento podría ser similar en el sentido de la ausencia de glamour de lo criminal, pero el retrato, ya desde su inicio, se basa en la ausencia absoluta de humor.

En su lugar nos encontramos con una trama relativamente lineal, pero trufada de sequedad y paranoia, derivadas hacia lo onírico surreal y, sobre todo, conseguir una atmósfera ominosa, opresiva en todo momento. Tanto en la soleada costa española como en la gris Inglaterra. Una sensación de amenaza constante que cobra vida en ese ‹Sexy Beast› encarnado por Ben Kingsley.

Siendo evidente que estamos ante una de las presencias más salvajes y temibles que se han visto en la pantalla, sea por su aspecto, su fiereza o su imprevisibilidad, sería injusto reducir el impacto del film a la interpretación (por otro lado absolutamente impactante) de Kingsley. El gran mérito de Glazer es saber cuándo el personaje debe aparecer físicamente y cuándo desaparecer pero mantenerlo como una especie de amenaza subconsciente. Al final, cada acto de violencia, cada interrogante no resuelto, cada llamada de teléfono retrotraen a él. Esa presencia ruin constante, esa duda que sobrevuela es la que hace de Sexy Beast un película dominante y violenta hasta el punto de que, dicha sensación está más al borde de explotar constantemente que aparecida de forma explícita.

De esta manera Glazer sentaba las bases a través de una película aparentemente de género (exitoso en ese momento), de una visión muy personal de sus proyectos. Aunque quizás esta sea su película más convencional, por decirlo de alguna manera, ya deja entrever el gusto por poner por delante la sensación por encima de la exposición, de la lateralidad en lugar de la muestra explícita e incluso ciertos caminos hacia la abstracción más vinculada a un David Lynch, visualmente hablando, que a sus presuntos referentes como Ritchie o Tarantino. En definitiva, un film que puede tener los defectos de una ópera prima pero que sabe alejarse conscientemente del pasado “videoclipero” del realizador y que planta las semillas de lo que sería su obra.

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