La zona de interés (Jonathan Glazer)

Representación y contraplano

Rudolf Höss (Christian Friedel) sale de casa con los ojos vendados. Uno de sus hijos le acompaña, cogido de la mano, mientras baja las escaleras que dan a su jardín. Una vez ahí, se retira la venda y recibe un maravilloso regalo de cumpleaños de parte de toda su familia. Este idílico encuentro familiar está rodado desde diferentes puntos del jardín, permitiendo múltiples ángulos a partir de los cuales no solo contemplar, sino también complementar la escena. Así lo constata el escalofriante contraplano que desvela y resignifica la localización real del hogar de los Höss: el jardín es la antesala de un campo de exterminio nazi.

En la nueva película de Jonathan Glazer, basada en la novela homónima La zona de interés (Martin Amis), el hogar del comandante de Auschwitz está plagado de cámaras, convertido en una “zona de interés” donde la cotidianidad de su familia queda registrada prácticamente al completo, mientras todo lo que sucede dentro del campo se mantiene en un fuera de plano abismal. Esta invisibilidad representativa, anulada solamente por los sonidos que traspasan las fronteras del campo, no surge en ningún caso como recurso dramático, es una entrega absoluta por parte de Glazer a un enigmático dispositivo formal. En tiempos de hipervisibilidad, caracterizados por la exposición constante de nuestras vidas a través de datos e imágenes, el director británico aborda las complejas cuestiones morales asociadas a la representatividad del holocausto inmiscuyéndose en la intimidad de aquellos que fueron partícipes de tal atrocidad.

El filme, lejos de caer en lucimientos estéticos, parte de su rigidez formal para dialogar violentamente con nuestro presente, siendo en su totalidad un ejercicio memorístico que confronta la comodidad y apatía del posicionamiento de las clases sociales acomodadas actuales respecto a los horrores que invaden nuestra contemporaneidad. Véase la escena en la que la señora Hoss se prueba frente al espejo de su dormitorio un abrigo de piel que muy probablemente pertenecía a uno de los prisioneros del campo o la estremecedora imagen de uno de los niños más pequeños observando, impasible, desde su ventana, lo que por sonido se entiende que es la ejecución de un prisionero. La zona de interés da muestras, pues, de una frialdad que no debe confundirse con cinismo, y es que cabe recordar que su autor lleva toda su carrera deleitándonos con algunas de las piezas cinematográficas más desesperadamente humanistas del cine reciente, como la inquietante Reencarnación (2004) o aquel hito de la ciencia ficción que es Under the Skin (2014), donde usaba técnicas de rodaje algo parecidas a las de este nuevo filme, aquello en lo que, de hecho, pueda encontrarse alguna fisura.

Sin duda, encarada desde un marco puramente teórico, la propuesta de Glazer incita a todo tipo de especulaciones —en realidad, no del todo novedosas—, no obstante, su puesta en práctica da lugar a momentos que bien podrían discutirse. El uso de la multicámara responde a la articulación de un discurso concreto apoyado sobre una metodología de trabajo en relación con la puesta en escena y la interpretación actoral muy específica —rodar con diferentes cámaras permitía una libertad total a los actores, que se desplazaban por el set de rodaje prácticamente sin limitaciones, logrando una mayor sensación de cotidianidad en sus gestos y movimientos—, pero también provoca un agotamiento al caer en un montaje demasiado plano, poco convincente debido a su arbitrariedad.

En cualquier caso, si La zona de interés debe ser vista y pensada, es por su desenlace. En sus últimos compases, la película es completada —de un modo que podría recordar a Noche y niebla (Alain Resnais, 1956)—, como un ejercicio magistral de memoria histórica, donde Glazer ubica su mirada en el presente para, finalmente, en un contraplano absolutamente demoledor, exponer al verdadero portador de esa mirada. Y resulta necesario regresar a la escena inicial del regalo de cumpleaños, concretamente, al plano que revela la ubicación de la casa de los Höss. Porque, con este final, Glazer deposita todo a la fuerza de un contraplano y resignifica, una vez más, todo lo que uno había visto hasta ese instante. Un contraplano imposible, concebido desde una dimensión política, moral y puramente cinematográfica, pues es una sola imagen la que atenta directamente contra el presente como pocas han logrado hacerlo en el cine reciente.

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