Insensatos (Tomasz Wasilewski)

Lo primero que llama la atención de Insensatos es como su director, Tomasz Wasilewski, regula la contención del desgarro emocional por el que pasan los personajes. Es muy osado mantener la fluidez narrativa y conjugarlo con el peso incesante que gotea de los rostros, las miradas y los movimientos que desprenden una violencia sutil pero incontrolable. En esta última película el cineasta polaco (que ganó el Oso de Oro en la Berlinale de 2016 con Estados Unidos del Amor) vuelve a la carga con un drama claustrofóbico que nos sitúa en la convivencia de una pareja, cuya vida feliz y placentera se ve salvajemente dinamitado con una llamada de teléfono. Cuando Marlena decide acoger en casa a su hijo, enfermo terminal, a quien había perdido la pista desde hace años, ella y Tomasz se verán envueltos en un auténtico reto que pondrá a prueba todas las resistencias humanas dadas y por haber. Como una especie de tortura lenta y agónica, el cuento de Wasilewski se va desacomplejando y se despoja, a medida que pasa el metraje, de cualquier tapujo y vergüenza, apareciéndose cada vez más carnal, incómodo e intolerable. Insensatos es, pues, una película de cajones, de pequeños compartimentos que se van abriendo, dando lugar a una profusa revelación de secretos cada vez más peligrosos y perturbadores. Pero estos contenedores, que funcionan como burbujitas tóxicas, se nos van suministrando de forma dosificada. He aquí la trampa ingeniosa de Wasilewski, que no opta por el camino fácil de desplegar de entrada una premisa devastadora, sino que decide contaminar su cuento paulatinamente.

Esa intoxicación sucede, por ejemplo, cuando Mikolaj, el hijo perdido de Marlena, regresa e irrumpe en la casa para mellar el paraíso. Se nos presenta como un ser débil, vulnerable; flaco y barbudo, desnudo, recordándonos a una especie de Jesucristo, una suerte de mártir que puede suponer la salvación (eso tan bíblico) de los protagonistas. Una prueba de fe. Pues bien, supone todo lo contrario: con el hijo moribundo de Marlena, también reaparece en la ecuación Magda, y lo hace para rematar la combustión que hará explotar todas sus vidas y todos sus sueños. La tragedia está servida, en bandeja de plata y con cubertería de lujo. Solo hará falta sentarse y aguardar la detonación con palomitas (si es que son capaces de ingerir algo, pues yo no fui capaz).

Huelga decir aquí que una de los grandes artificios de la película (en el mejor sentido lo digo) es la performación dramática de Dorota Kolak, que ya participó en la antes citada ganadora en Berlín). El elenco lo completan Katarzyna Herman (quién también colabora asiduamente con el director polaco), Lukasz Simlat, que hace de Tomasz (a quien recordaremos por su aparición en Corpus Christi) y Tomasz Tyndyk, que interpreta al hijo en estado vegetal. También cabe aplaudir ese planteamiento visual, que rompe con lo que estamos acostumbrados a ver, y que se fundamenta en el simbolismo de las gaviotas carroñeras, el uso de las localizaciones, la expresión de los personajes o la transmutación de la locura y de la desesperación (que se manifiestan de forma irrevocable con los gritos de Mikolaj). La fotografía de Oleg Mutu, que ya nos hizo babear en La muerte del Sr. Lazarescu de Cristi Puiu, formula un equivalente a la verticalidad de Wes Anderson, si es que me permiten esta parábola (eso sí, estaríamos hablando de un Anderson oscuro, tremebundo y aciago) con planos apaisados, interiores cerrados pero milimétricamente escenografiados, detalladamente decorados, con espacios extraños (casi oníricos) e iluminaciones que pivotan entre lo terriblemente sombrío y la luminosidad reconfortante cuando es natural pero inquietante cuando es artificial. Por lo que hace al ritmo, el dinamismo domina la cinta: se usan secuencias alargadas, sin apenas cortes, con una generosa cantidad de planos secuencias. De esta manera, el recurso fotográfico nos aleja de los personajes, por suerte para nosotros. Nos distancia de ellos y nos protege, pues solo sabe que así no los juzgaremos (no al menos hasta el final, cuando todas las cartas de la verdad estén en juego). Hay una escena que ejemplifica esto último que digo: los personajes abandonan el coche, se bajan y continúan a pie unos metros, pero nosotros nos quedamos, junto al operador de cámara. La subjetividad de la película se queda a nuestro lado, sabe que necesitaremos su consuelo.

La estética también es importante. El envoltorio preciosista de un caramelo moralmente envenenado. El espectador es invitado a un espacio de intimidad y, para generar esa sensación, se usan encuadres entre paredes y la recurrente presencia de puertas que se abren y se cierran, quebrantando el plano, así como encuadres perfectamente arquitectónicos. Esa simetría es propicia para ordenar el caos emocional al cual estamos acudiendo, para estructurar y poner orden a los remolinos de sentimientos que abaten a la familia. Un refugio para intentar dar algún sentido a tanta muerte, a tanta enfermedad y a tanta perversión. Del mismo modo, también nos sirve de paraguas el paisaje costero, que utilizamos (sobre todo a Marlena) como limbo para reflexionar, como una área de descanso resguardada que no asegura ni promete la salvación, pero desde donde, por lo menos, la esperanza se divisa en el horizonte. Y así recordamos que existe.

Un ‹handicap›: la estructura y el guion no acaban de entenderse y, en conjunto, en vez de intensificar el letargo, perjudican a la historia. También es cierto que el remate, la culminación amarga y el giro final de los acontecimientos llegan tan al tarde que, como público, no podemos hacer otra cosa que recogernos en nosotros mismos y escandalizarnos en silencio mientras se proyectan los créditos. Hay que celebrar aquí un cine que, como el de Mungiu, retrata bien las heridas y se balancea en la cuerda floja de lo políticamente correcto, mostrando aquello más oscuro del ser humano y, a la vez, lo más empático de una sociedad corrupta a veces, pero lúcida y solidaria en otras ocasiones. Insensatos se ensaña con crudeza con la culpabilidad de una derrota que se ha derramado en un amor aberrante y puede que puro, pero también expone el derecho a la libertad, por más discutible, tóxica y condenable que sea ésta. La vida, quizás, es eso, una lista interminable (hasta la muerte) de segundas oportunidades, con tormentas de por medio y borrascas inevitables.

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