Fatih Akin… a examen (III)

Acostumbrado a verle plasmar dramas como Al otro lado (2007) o El padre (2014), y sabiendo que entre sus obras más conocidas destacan historias crudas y llenas de desdichas como Contra la pared (2004) o En la sombra (2017), me apetecía acercarme a una faceta diferente del director alemán de ascendencia turca Fatih Akin, quien acaba de estrenar en España la película —otro drama— Oro puro (Rheingold, 2022). Dudando entre En julio (2000), Goodbye, Berlín (2016), Solino (2002) o Soul Kitchen (2009), opté por esta última, temiendo encontrarme con un director especialmente capacitado para el drama, pero en absoluto para la comedia (a pesar de lo que las opiniones generales indicasen). Cual James Blunt o Álex Ubago, personas mucho más dotadas para expresar su dolor, que les sale natural, que para intentar ir de graciosos, divertidos o de tipos estupendos, que resulta artificial a todas luces. En ambos casos, la mayoría del público los va a criticar, pero la cantidad de tiempo que hemos escuchado sus singles en todas partes ha estado claramente influida por estos factores. Si han sido capaces de llegar a más oyentes gracias a ser unos penas, ¿qué necesidad tienen de demostrar que no lo son? Eso no hay gafas de sol ni chaquetas de cuero que lo curen. Si acaso acudir a terapia, pero habría que ver cada caso individualmente.

En el caso de Fatih Akin, parece que su habilidad como cineasta prima en todas partes por igual, bajo el prisma de un positivismo (a menudo romántico) que acompaña a buena parte de su filmografía, a pesar de todos los pesares que pueda mostrarnos. Pero claro, el drama casi nunca tiende a envejecer, mientras la comedia suele ser problemática en ese sentido. Algo que se nota a veces en Soul Kitchen, donde uno siente que los 14 años que hace ya desde su estreno le han pasado factura. Una película sólida que es pura diversión, sin adulterar y acelerada que, en su desarrollo, prefiere ir olvidando poco a poco el interés por la credibilidad argumental priorizando el ‹slapstick› y un mayor número de recursos visuales que recuerdan el alto nivel de un director que lleva sin darnos una cinta que no sea como mínimo interesante los últimos 25 años. Una obra que transmite sobre todo la sensación de haber sido rodada entre amigos, centrada en personajes desastrosos y ligeramente cromañones que, pese a no dar una a derechas, consiguen convertir cada calamidad acontecida en una parte más del total: una historia alegre y sincera sobre mantenerse erguidos frente a las desgracias, cuyo principal defecto es el de la presencia de personajes femeninos sin mayor importancia que la de figurar como contraparte romántica de alguno de los personajes masculinos.

Como muchas otras comedias que buscan sobre todo dejar al espectador con un buen sabor de boca, Soul Kitchen adolece de algunos de los problemas más típicos de estas, en especial aquellos relacionados con la simplicidad con que se solucionan determinadas coyunturas, pesando también el paso del tiempo, para el cual algunas situaciones son vistas con una mirada bastante más diferente a la que muchos las verían entonces, cuando se estrenó. Es lo que tiene, por otra parte, intentar vincular lo agradable con lo feo, o la posibilidad de estar cada vez menos acostumbrados a ver lo chabacano, lo grosero, lo ordinario y otros adjetivos similares como características más destacables de los personajes con los que tenemos que empatizar. Almas perdidas, gorrones, alcohólicos y todo tipo de almas perdidas que intentan llegar a fin de mes, pero nunca lo logran. Una mezcla de cocina de fritanga y de ‹haute cuisine› que funciona gracias a la mano maestra de un director que parece conocer todo aquello que filma.

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