Eureka (Shinji Aoyama)

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Shinji Aoyama, además de director de cine, ha hecho sus pinitos como guionista, compositor, crítico de cine y novelista. Comenzó en el medio cinematográfico en 1992 siendo asistente de dirección de Kiyoshi Kurosawa en The Coast from Underground, y quedó prendado por su peculiar sello. Su filmografía se caracteriza por inserciones en el cine de género en un ambiente relajado, cuasi onírico, que genera un efecto somnoliento y atrapante, dentro de un envoltorio de cine de autor. Aunque en sus primeros trabajos (ya desde su debut con Helpless en 1996) se acercó al género de yakuzas, fue variando su estilo con el paso del tiempo hacia un lenguaje más introspectivo. Su película más lograda (de largo) de las once que he tenido el placer de ver es Eureka (Yurika), una coproducción entre Japón y Francia que estuvo presente en Cannes, donde recibió el FIPRESCI y el premio del Jurado Ecuménico. Según el propio director, la película fue realizada como respuesta a la preocupación por el ataque con gas sarín que sacudió al metro de Tokio, y al aumento de otros actos de violencia sin sentido que tuvieron lugar en esa época en Japón, que relacionó con las secuelas psicológicas de los habitantes de su país tras la Segunda guerra mundial. Su otra gran película (al menos para mí) es Señor, señor, ¿Por qué me has abandonado? (Eli Eli lema sabachthani), una rareza muy japonesa y minoritaria plagada de guitarras distorsionadas en la que la humanidad de un futuro próximo es acuciada por un virus provocado por la música, que crea una adicción irresistible hacia los sonidos más experimentales. La dichosa enfermedad genera una tristeza infinita en las personas, incrementando irremisiblemente sus ansias de suicidio. Tampoco tienen desperdicio Sad vacation, en la que recupera las andanzas del personaje de la chica de Eureka y Backwater, su última incursión cinematográfica, en la cual vuelve a exponer un núcleo familiar roto, con sus miembros a la deriva, y personajes traumatizados, tal y como sucede en la citada Sad vacation. 

Eureka arranca, nada más finalizar los títulos de crédito iniciales, con la cámara mostrando una mano manchada de sangre, para posteriormente alejarse y centrarse en la presencia de un cadáver en una parada donde se encuentra estacionado un autobús. Dentro del medio de transporte, uno de los pasajeros, bastante perturbado, ha matado a varias personas y tomado como rehenes el conductor del autobús y a dos hermanos en edad escolar, hasta que la policía efectúa un asalto violento para liberarlos. Tras una elipsis narrativa de dos años, el conductor vuelve a la aldea (que había abandonado en vano para intentar olvidar el suceso) con la intención de pasar página definitivamente, y descubre que los dos niños están viviendo solos en la casa de sus padres (la madre abandonó a la familia para desarrollar una historia de amor, y el padre murió en un ridículo accidente de tráfico por culpa del alcohol). Cuando el antiguo conductor vuelve a casa se encuentra con que su mujer se ha ido, cansada de esperar, y su familia sospecha que él es el autor de unos asesinatos que han tenido lugar en la región, que parecen poner a prueba el estado mental de los tres afligidos personajes. Ante esta situación, decide irse a vivir con los chicos para hacerles recobrar la ilusión por vivir, y de paso intentar solventar sus fantasmas. Éstos sobreviven con el pago del seguro de vida del padre, pero no tienen a nadie que les cuide, y se encuentran en estado zombi, sin articular palabra. La aparición de un primo, enviado por sus padres para controlar el dinero, alterará la existencia de este extraño y melancólico trío.

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A pesar de su excesivo metraje (más de tres horas y media), la acción desaparece tras los trepidantes diez primeros minutos, y nos traslada a una delicada y absorbente historia de traumas e intento de curación dividida en dos segmentos claramente diferenciados. La primera, además de la presentación del luctuoso incidente, se preocupa por los problemas del protagonista en su regreso a la aldea, y la adaptación al hogar de los jóvenes. Mientras que la segunda tiene forma de road movie existencial en autocar, con intenciones catárticas, de unos personajes a la deriva que parecen empezar a reaccionar levemente. Para ello utiliza la cadencia sosegada habitual de las obras más introspectivas del cine asiático, para exponer la visión de las personas que han perdido el rumbo en la vida a causa de un trágico suceso en un viaje a través de una delicadeza humanista, psicológica y reflexiva sobre los traumas personales, el sufrimiento emocional y la angustia que devienen en aislamiento; y el intento de otorgar sentido a su existencia en un mundo carente de buenas intenciones. La narración posee un trasfondo emocional oscuro, pero el director japonés, dentro del estado depresivo de sus seres consigue que haya lugar para la esperanza, y no renuncia a pequeñas dosis de humor, como el hecho de que los dos silenciosos niños lleven a cabo los mismos movimientos en esa desordenada cocina (las labores cotidianas del hogar no entran en su ideario de vida) como si estuviesen conectados telepáticamente durante las primeras escenas junto al antiguo conductor de autobuses en el hogar compartido.

Eureka une realismo con poesía y alegría con dolor (el tono deshumanizado y frío como un témpano preponderante en el relato contrasta con fases de una delicadeza y belleza extrema, como sucede en algunas escenas que comparten el antiguo conductor de autobús y la niña). Aoyama utiliza resortes psicológicos detallados y oscuros para retratar la inestabilidad emocional de unos personajes que son incapaces de relacionarse con otras personas y logra llevar a buen puerto interesantes apreciaciones sobre la sociedad y el ser humano a través de unos personajes atenazados por una oscuridad inquebrantable, de la que solo parecen salir en los espacios naturales del exterior en el viaje emprendido, aunque remiten cuando retornan a su cruda realidad psicológica en el interior del autobús. Lo que consigue el director nipón está al alcance de muy pocos, ya que no resulta nada fácil transmitir lirismo y belleza con temas tan trascendentes y problemáticos como los tratados sin el manido recurso de una voz en off para introducirnos en ellos. También es digna de elogio la capacidad del director para expresar tanto con tan pocas palabras, y sin la presencia de acciones o gestos significativos que ayuden a comprender a los personajes plenamente.

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Uno de los puntos fuertes son las interpretaciones naturales, convincentes y sin aspavientos de unos actores que se enfrentan directamente a la cámara, logrando una intimidad fascinante con el espectador. Aoyama consigue un excepcional tratamiento de unos personajes en constante evolución emocional, que son incapaces de creer en la sociedad y en sí mismos, y están inmersos en una dura lucha interior; pero resultan entrañables y quedan en la memoria gracias a la delicadeza y maestría del director, quien saca partido a la presencia de los niños sin resultar edulcorado en ningún momento (en Desert Moon también tenía la capacidad de insuflar ternura, añadiendo más dosis de humor, con la presencia de la niña que tenía auténtico pavor a los pollos). Kôji Yakusho, actor habitual del también nipón Kiyoshi Kurosawa (con quien colaboró, entre otras, en Cure, Carisma, kairo Tokyo Sonata) y de Shohei Imamura (La anguila y Agua tibia bajo un puente rojo) brilla en el rol de un personaje cuya humanidad, docilidad y cariño parecen no tener límites.

La música, presentada como otro personaje más, siempre cobra vital trascendencia en el universo del director japonés (de hecho, aquí también participó en la banda sonora). Según el propio Aoyama, el título de la película está inspirado en el nombre de un disco de Jim O’Rourke (un prestigioso músico y productor estadounidense procedente de la escena experimental de Chicago) grabado en 1999, y la ambientación musical (tal y como sucede en la posterior Señor, señor, ¿Por qué me has abandonado?) además de la música del propio O’Rourke, bebe claramente en algunos pasajes de la disonancia y la atonalidad tan habituales en el universo sonoro de Sonic Youth, uno de los grupos de rock alternativo más personales del panorama musical en los últimos treinta años.

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Formalmente, el director asiático utiliza resquicios narrativos muy atractivos y una estética envolvente que se hace valer de un Cinemascope en blanco y negro de tono sepia (hay algunas capturas en esta reseña que aparecen sin ese tono, pero salvo en la escena final, el sepia está presente en todo momento), que unido a la parsimonia del movimiento de los personajes expone con acierto la visión de la vida de estos desolados seres; utilizando largas tomas de una cámara mayoritariamente distante, siempre colocada en el mejor lugar posible, con el acompañamiento de algunos primeros planos fijos muy potentes y ‹travellings› lejanos y virtuosos. El movimiento de la cámara genera un resultado tan desasosegante como atractivo en el que destaca la luz propiciada por el calor sin el uso del color convencional, facilitando una experiencia ambiental y psicológica a la que es difícil hacer justicia con palabras, pues está plagada de elementos dotados de un cariz visual propio gracias a la puesta en escena y a los silencios, que son los que otorgan toda la carga lírica a su universo mediante un trayecto al ámbito de la imagen, el sonido y los espacios. Un lenguaje que no depende de los momentos dramáticos ni de la acción, que los hay con cuentagotas, para avanzar en la trama. La cámara, especialmente en su segunda mitad, siempre se detiene con mimo y detalle en algún elemento de la naturaleza del Japón rural, pero no lo hace con intenciones meramente paisajísticas, sino con afán de conectarla con la psique de los personajes. La labor de Masaki Tamra, el director de fotografía, y el manejo de la cámara se antojan fundamentales para el desarrollo de la cinta, aunque el uso del sonido ambiente con la omnipresencia acústica del zumbido persistente del canto resonante de las cigarras, se antoja tan vital como la imagen, la música y las actuaciones.

Aoyama cita a Centauros del desierto como principal influencia cinematográfica en Eureka, pero tengo tan poco apego por la célebre cinta de John Ford que me veo incapacitado para hacer comparaciones entre ambas. De todos modos, su discurso deja un poso a la altura de otros grandes autores de la historia del cine: la sensibilidad y la lírica de la imagen de Andrei Tarkovski, el humanismo de Edward Yang, la hipnosis del mejor Kiyoshi Kurosawa, o el tratamiento espiritual y ambiental de la naturaleza del Terrence Malick de los setenta, con pequeños destellos de thriller de psicópatas (hay algún pequeño giro en la trama en la última hora relacionado con el asesino en serie, aunque los crímenes siempre aparecen fuera de campo). Su incendiario metraje se antoja necesario para llegar a captar todas las sensaciones que transmite la película y sirve para que el director experimente con la imagen y el sonido para introducirnos en la psique de sus personajes, y de paso utilizarlos (como suele ser habitual en buena parte de las grandes joyas del cine asiático) de manera simbólica, propiciando una sensación onírica muy lograda. Destaca esencialmente la acertada deconstrucción del ensimismamiento de la conciencia humana. Pese a la oscuridad del pasado de los cuatro protagonistas, lo más doloroso viene motivado por la imposibilidad de la palabra como vínculo para aproximar a los personajes en esa lucha del nuevo compañero para hacer despertar a los hermanos de un aislamiento y personalización con el vacío que ha propiciado el desgaste de cualquier atisbo de esperanza. Una de las grandes obras del cine asiático y universal del presente siglo.

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