Entrevista a Felipe Gálvez, director de Los colonos

El pasado miércoles 11 de octubre se estrenó en salas Los colonos, debut en el largometraje de Felipe Gálvez, que ha pasado por algunos de los festivales más prestigiosos del mundo —desde Cannes, hasta Toronto, haciendo escala en San Sebastián— y que representará a Chile en los Óscar. La película se presenta ante el espectador como un viaje sonámbulo hacia el final de la nada, motivado por los oscuros y envenenados intereses de las élites poseedoras del capital que construyeron las ciudades modernas sobre los huesos de los nativos americanos. Los protagonistas se mueven, cargados de ego, testosterona, racismo y violencia, por unos paisajes imponentes con el único objetivo de aumentar el número de víctimas del genocidio para que, de forma proporcional, aumenten sus beneficios económicos. La cinta es, por tanto, un magnífico ejercicio de memoria que busca desenterrar las voces olvidadas por la Historia para cuestionar los cimientos del mundo actual. Hablamos con su director.

Rubén Téllez: ¿Cómo surge la idea de la película?

Felipe Gálvez: De una historia que leí en las noticias hace quince años. No era una historia muy conocida de Chile. Es una historia que siempre digo que se borró de las páginas de la historia oficial. Entonces leo un reportaje de un diario independiente que habla de este genocidio. Esa es la primera vez que me entero de que existe y me obsesiono un poco con la idea de investigarlo. Pero me doy cuenta de que es una película para ser mi primera película. Por lo tanto, renuncio a ella, pero pasan cuatro años, veo que no se me ocurre otra idea y decido hacer la película.

R. T.: El arte es el medio a través del cual se recuperan las historias que han sido borradas de la historia oficial. ¿Esa era una de tus intenciones?

F. G.: Sí. Más que recuperarla, dan ganas de hacer una película sobre este tema y ver qué pasa. A mí lo que me interesa con Los colonos, es que la pude hacer. Entiendo que es una película provocadora. Mi idea era provocar. No en un sentido infantil, de provocar por provocar. Cuando digo provocar me refiero a ver qué conversación genera, qué preguntas se abren. Eso es lo que a mí me motiva. Creo que se van a abrir conversaciones, pero también espero que la película sea lo suficientemente abierta para lograr que haya gente que se cuestione cosas y gente que no. A mí me gusta pensar que soy un cineasta, no un historiador ni un justiciero. No espero que la película venga a cambiar las cosas. Sólo a hacer preguntas. Hay preguntas que hace la película que la gente ya tiene la respuesta concebida. Cuando se trabaja desde el punto de vista del victimario y no de la víctima, es un cine menos de convencidos. Uno trabaja menos desde el punto de vista de los convencidos. En ese sentido, la película se puede hacer incómoda por el punto de vista que abarca, pero puede hacer más preguntas que las películas que están en el punto de vista de las víctimas.

R. T.: La película tiene mucho de western. Y es curioso que los grandes westerns de Hollywood, las películas están hechas desde el punto de vista de los victimarios, pero les ponen como los buenos. De ahí que cuando los niños juegan a indios y vaqueros, asocien a los nativos como los malos.

F. G.: Como te decía, no soy justiciero, no me interesa tanto ese lugar. Me interesa el cine. Yo quería hacer una película sobre los genocidios, sobre una historia borrada. Yo creo que es una película crítica, que critica a José Menéndez, al presidente, al estado chileno. Pero como quería entrar en esa lógica de criticar, no me interesaba tener una moral superior. Creo que el cine es parte del problema. Creo que el western, que es un cine de entretenimiento, es un género de propaganda de las nuevas naciones para mostrar su civilización, su desarrollo. Me parecía que el cine había sido cómplice, en ese sentido, de los genocidios, de la construcción de la imagen del hombre blanco, de quiénes eran los indígenas. Me parecía interesante analizar eso y dejarlo en evidencia. A la hora de criticarlo también quería que el cine estuviese presente, que hubiese un director de cine, que es Vicuña, que está haciendo una película para cambiar la historia, para hacer propaganda. Si bien el western revisionista existió en los años setenta, creo que ese género sólo cambia la percepción de cómo son los personajes. A mí me interesaba el cómo se cuenta la historia. Intento cambiar más cosas, no sólo los personajes, también lo que termina contando la historia. Me parecía interesante hacer un western y deconstruirlo, meterme dentro y ocupar su música, ocupar los capítulos, ocupar todos sus elementos para cuestionar este género que, insisto, es un género de propaganda. Creo que el cine tiene cuatro o cinco géneros que son de propaganda política, y el western es uno de ellos.

R. T.: La idea de la escalera de sometimiento sobre la que se sostiene el capitalismo, en la que siempre hay alguien más abajo de quien abusar, que deshumaniza a las personas y las convierte en carne, está muy presente en la película.

F. G.: Sí, total. La película tiene la idea de cuestionar la masculinidad tóxica. Cuando los hombres juegan a ver quién es más fuerte, corren el riesgo de que haya alguien más fuerte que ellos, y eso es lo que se muestra en la película: son hombres jugando a ser los más fuertes. El giro que hay en la película es que aparece uno más fuerte que ellos. Así es siempre el juego. Eso era algo que me interesaba explorar, porque quería, como ya hemos hablado antes, deconstruir héroes. Creo que deconstruyo varios héroes a lo largo de la película. El espectador tiene la necesidad de ver un héroe, espera durante toda la película que llegue un hombre que tenga una mirada diferente, y cuando aparece Vicuña parece hay una expectativa de que ahí sí, pero también se cae. Y eso que dices del capitalismo, también tiene mucho que ver con esta mirada de cómo se construyeron héroes masculinos en el siglo veinte en el cine. Esta es una película que juega con esa idea y esa expectativa, pero lo que hace es destruirlo, tratar de que sea tu héroe y de repente, se caiga a pedazos.

R. T.: ¿Cómo te planteaste rodar las escenas de violencia?

F. G.: A mí nunca me ha gustado mucho la violencia. No soy admirador del cine gore, pero me parecía que si iba a hacer una película sobre un genocidio, tenía una responsabilidad ética, porque muchas veces, cuando se trabajan temas de memoria, se ocupan muchos eufemismos y se termina borrando lo terrible que fue. Me parecía importante ser gráfico y mostrar una escena gore, cómo cortaron las orejas, mostrar lo terrible, el horror. Y mostrar ese horror fue una decisión ética, no estilística. A mí lo que me motivó a hacer la película no era rodar escenas violentas, pero me pareció clave mostrar la violencia. La película aborda diferentes tipos de violencia, están las matanzas y otros tipos de violencia. A mí me gusta preguntarle al espectador qué siente él que es lo más violento. Y me suelo encontrar con sorpresas. Porque, al parecer, el tercer acto, que es el más tranquilo, es el más violento para mucha gente. Creo que tiene que ver con que la violencia que hay en el primer acto es la violencia del cine, la violencia de la escena de acción, la violencia de los tiros. Pero esa violencia ya la conocemos. La conocemos por el cine. La violencia que tiene la última escena de la película, es una violencia más cotidiana, más del presente, que sabemos que puede estar sucediendo en la comisaría de la esquina, que puede estar sucediendo muy cerca y que está muy vigente. Eso genera más angustia, porque una violencia que no hemos visto tanto en películas, pero la vemos en la vida cotidiana te mueve el asiento y te incomoda.

R. T.: Claro. La violencia del final de la película, esa violencia institucional, es la que desencadena la violencia física del principio.

F. G.: El tercer acto está más centrado en la violencia estructural. La violencia que es el estado, la violencia institucional. Creo que esa violencia la conocemos, siento que las primeras son escenas que viven más en el cine, pero la última vive más en lo cotidiano de lo que pasa en una ciudad como esta o en cualquier otra ciudad. Y es la que más nos sorprende, es la que más conocemos, la que más termina nos termina moviendo.

R. T.: ¿Tuviste alguna película como referente?

F. G.: Cientos. Soy muy cinéfilo y creo que Los colonos es una película que es cinéfila. No tiene miedo a citar muchas películas. Para mí es un juego. Me gusta que se vean las referencias y que me pregunten y jugar al juego. Hay escenas que tienen cinco y seis referencias. Es una película que no tiene miedo a citar, que cita mucho, que copia mucho. Porque un western es un western que está hablando sobre ese género y también una película donde hay un cineasta, un tipo que está haciendo una película. Es una película que está hablando del cine.

R. T.: ¿Fue muy duro el rodaje?

F. G.: Sí, el rodaje fue bastante duro. Los paisajes eran tremendos, hacía mucho frío, viento. Filmar en Tierra del fuego no es fácil, pero creo que la gente sabía que estaba filmando una historia que era importante y hubo mucha complicidad, mucha entrega. Filmar siempre es duro. Creo que fue un poco más duro por el lugar donde lo hicimos, pero sí, es un lugar que tiene cincuenta, setenta kilómetros de viento, que el clima puede cambiar y ser tremendo.

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