El último cazador (Daniel Nettheim)

La empresa Red Leaf está interesada en hacerse con muestras de un tigre de Tasmania, posiblemente el único de su especie que sigue con vida. Para conseguirlo, encarga la tarea al mercenario Martin David, quien en la isla australiana se hace pasar por profesor universitario mientras se hospeda en casa de dos niños cuyo progenitor desapareció mientras realizaba esa misma búsqueda en los parajes naturales de la región. El último cazador (The Hunter), producción australiana que dirige Daniel Nettheim (conocido por sus trabajos televisivos), se estrenó en el país oceánico allá por 2011 y llega ahora a las salas de nuestro país. Está basada en la novela homónima de Julia Leigh, mujer que ese mismo año debutó en la dirección cinematográfica con la mediocre Sleeping Beauty.

Como muchas de las películas que se narran desde un entorno natural, El último cazador posee encanto propio. Nettheim retrata una atmósfera de tranquilidad donde el sosiego que permite la lejanía con las grandes concentraciones demográficas posibilita tal clima de relajación que, en opinión de un servidor, converge muy bien con el espíritu cinematográfico. Si a esto se le añade un mensaje a favor del cuidado de esta naturaleza y un ligero toque social sobre la confrontación dinero-ecología, las intenciones del director en un principio no podían ser mejores.

El inicio sintetiza bastante bien lo que nos vamos a encontrar en El último cazador. El protagonista, encarnado por un siempre efectivo Willem Dafoe, es un hombre en apariencia anti-social, entregado a su trabajo sin hacerse demasiadas preguntas. Su evolución, sin embargo, será palpable con el paso de los minutos, cuando sienta haber caído en medio de una red de intereses. Uno de éstos está representado por un grupo de hombres que caracterizan en cierta manera a la Australia más profunda; tipos rudos que, atendiendo a lo que el director nos ofrece, sólo desean un trabajo para ganar dinero y un bar en el que gastárselo, retrato que a veces aparenta ser demasiado arquetípico y ya trillado en el séptimo arte.

Por la pantalla van desfilando algunos rostros conocidos del cine australiano como Frances O’Connor, en el papel de la esposa del desaparecido Armstrong o Sam Neill como Jack Mindy, un amigo de la familia. El personaje de la esposa no tiene mayor trascendencia, por lo que la actriz simplemente se limita a cumplir su labor con dignidad. Sin embargo, la evolución de Mindy no es en absoluto convincente y termina dejando un regusto amargo, no sólo por desaprovechar una figura actoral de postín, sino porque de algún modo supone un bache en un desenlace plagado de sorpresas.

Poco a poco la película se desprende del tono aventurero y da paso a un mayor dramatismo, un giro que a no todos logrará satisfacer, ya que se rompe esa mística que otorga el ver al ser humano perdido en medio de un lugar cualquiera de La Tierra. Pese al cambio de rumbo, lo cierto es que Nettheim también se desenvuelve bien en el nuevo panorama, manteniendo un pulso narrativo notable hasta el final. Las escenas más relevantes están rodadas con bastante tino, tratando de ser lo más fiel posible a lo que la realidad demandaría, pero sin que por ello pierdan capacidad de impactar en el espectador.

El último cazador es de esas películas cuyo visionado nunca se puede considerar como tiempo perdido. Pese a sus defectos, que se encuentran sobre todo en un guión irregular, Nettheim consigue construir un relato agradable en el aspecto visual, con un mensaje naturalista que siempre es de alabar y haciendo gala de una buena mano a la hora de acometer los giros argumentales con bastante equilibrio entre lo real y lo espectacular. Con esto y un impecable Willem Dafoe, no extraña nada que la cinta logre mantener intacto el interés de principio a fin.

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