El cuento de los castaños (Gregor Božič)

Una pequeña región montañosa situada en el noreste de Italia quedaba, justo después de la Segunda Guerra Mundial, en la frontera con Yugoslavia (actualmente Eslovenia). Se trata de la Slavia friulana. Allí —en el límite de influencia del bloque comunista durante la Guerra Fría— la población mantenía una importante presencia de habitantes de origen eslavo y hasta se usaba para comunicarse varios dialectos propios de la zona, aislada cultural y territorialmente de sus alrededores por las características específicas de su orografía. Debido al conflictivo estatus del lugar y a la falta de desarrollo económico por el bloqueo militar de sus fronteras, se sucedieron décadas de emigración masiva. A las muertes y las desapariciones provocadas por la guerra se sumaron unas condiciones insostenibles para las vidas de todos aquellos que sí se quedaron. El cuento de los castaños (Gregor Božič, 2019) sitúa su relato en esas mismas coordenadas espaciotemporales y políticas. Dos personajes y su encuentro funcionan como ejes de la narración: el anciano carpintero Mario (Massimo De Francovich) y la joven vendedora de castañas Marta (Ivana Roščić). El primero tan obsesionado con sus riquezas y posesiones que pasa por alto la inminente muerte de su esposa, ya muy mayor. La segunda con una vida carente tanto de futuro como de sentido, marcada por la ausencia de su amado.

Un trabajo fotográfico extraordinario en 35 mm llama de inmediato la atención con una paleta de colores cuidadosamente escogida, que extiende de manera consistente los tonos ocres, marrones y verdes pálidos del bosque, la hierba y la naturaleza presente a las vestimentas y las construcciones rurales. Los castaños —con su madera y sus frutos— conectan a los protagonistas de la cinta con la tierra y sus seres queridos, con sus experiencias de amor y también de dolor, con lo que les libera y les ata. Y es con un tono nostálgico y evocador cómo el director establece la narración de esencia circular y pausada, con una gran carga melancólica, que vincula la muerte con la vida, el pasado con el presente, la juventud con la vejez desde los mismos diálogos. Así traslada a esa tierra de nadie en la que están estancados sus personajes, resistiendo, el limbo existencial en el que se encuentran. Un paraje donde se entremezclan la fantasía y la realidad, los recuerdos y el olvido, el vacío con los espectros que aún habitan sus pensamientos y los espacios de sus casas y caminos, las arboledas y los ríos donde los proyectan. Todo desde un tratamiento eminentemente sensorial de la imagen a través de una contextualización en lo vasto de su entorno y la integración de elementos como el viento o el agua, que proveen de una escala que permite subrayar lo aparentemente insignificante de los individuos que residen en esos campos para usarlo de contraste con las tragedias a las que se han enfrentado.

Estructurada episódicamente, El cuento de los castaños surge como historia casi mítica, justificada por el punto de vista del hijo del carpintero como perspectiva de su desarrollo argumental a través de lo que los autóctonos de la región le contaron tiempo después. Esa idea de que desde el fuera de campo se cuente los hechos añadiendo detalles pintorescos y sobrenaturales, casualidades imposibles y conversaciones entre personajes que trascienden lo onírico por su forzada verosimilitud tan inherente a las zonas rurales remotas, donde el boca a boca y la imaginación sirven para explicar eventos anecdóticos cotidianos y transformarlos en parte del legado de la memoria colectiva, mediatizado por los anhelos y las creencias de los lugareños. El steadicam siguiendo el caminar del carpintero por los senderos con gran angular, la cámara que fija con plano detalle el recorrido de una joven que se cambia el calzado de labor por unos bonitos zapatos para acudir al baile del pueblo… Božič incorpora un delicado costumbrismo a un universo de realismo mágico con una atmósfera que llena el extraño y sutil sonido de theremín de su banda sonora. Nos encontramos ante una mirada que encuentra la belleza en lo recóndito y lo inesperado —en lo mínimo y cercano—, y que alcanza un esplendoroso humanismo al revelar el espacio que conecta y acerca a las personas desde la solidaridad, la empatía y el hermanamiento.

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