El collar rojo (Jean Becker)

Un perro ladra ante un cuartelillo, noche y día, bajo la sombra de un árbol, a la espera de que su dueño salga del mismo. Jean Becker había explorado el habitual humanismo del que hace gala desde la distancia social, cultural e incluso la madurez adquirida con el paso de los años. Que en su nuevo trabajo decida trazar vías colindantes apelando a la aparición de un animal doméstico podría ser la mayor de las obviedades o, simplemente, un síntoma de agotamiento que su cine ya ha dejado entrever en los últimos años con obras como Mi encuentro con Marilou. No obstante, el prisma de un cineasta capaz de regalar brillantes reflexiones bien podía subvertir el efecto de una presencia por lo general repleta de dobleces, y en demasiadas ocasiones exaltada a través de un sentimentalismo vacuo y lacrimógeno. En ese sentido, el galo tiene presente que el rol desempeñado por el can que acompaña al protagonista, Morlac, un joven combatiente, no es sino de percutor, de elemento en el que, a partir de sus actos animales y, por tanto, un punto irracionales, poder fijar las claves de un discurso que, obviamente, lo que señala es el absurdo y la crueldad tanto de la guerra como de las acciones emprendidas por quienes la disputaban, ya fuese de motu proprio o espoleado por los mecanismos de la misma nación, en este caso Francia.

Sin devenir una exposición que no hayamos percibido ya antes en los numerosos ejercicios que ha dado para sí el cine antibélico —con el que, por cierto, esta El collar rojo guarda ciertas concomitancias, y salvando las más que evidentes distancias, con Paisà de Rossellini en esa vertiente humanística con que intenta retratar la figura del soldado, aquí cuasi provisto como herramienta de un sistema—, el film de Becker establece un relato al que es capaz de otorgar su particular perspectiva, indagando en las constantes de una obra en busca de cierta franqueza. Perspectiva que, por otro lado, en un cine ávido de arrojar conclusiones y lograr abarcar algo más que un subtexto dramático, se define en una mirada demasiado naíf, excesivamente polarizada por la distancia que intenta marcar entre hombre y animal, subrayada en algún momento por diálogos que bordean la incongruencia. Pero más allá de que la forma de realizar esa disertación acerca del conflicto y sus aparatos —propiciados en el film por una voz disconforme (casi, de manera errónea, exenta de responsabilidad por su visión contraria)—,  resulte estéril, el problema de El collar rojo es que no consigue conciliar su fondo con los puntales de una crónica cuyo romance con olor a naftalina deshilacha con constancia su alegato.

Pese a la palpable incapacidad del conjunto por terminar de cimentar el mensaje deseado, Becker denota el pulso suficiente en el retrato de la Francia de principios del s. XX, logrando componer una ambientación que, si bien se pierde un tanto en sus escenarios diurnos —en parte, debido a esa fotografía de contrastes cercanos al telefilm—, nos lleva con determinación por los parajes bélicos que conforman uno de los arcos centrales de la narración. De los ‹flashbacks› que nos trasladan a la historia del protagonista, causa por la cual afronta un consejo de guerra, El collar rojo nos sitúa en la pugna que mantiene este con el juez que le ha sido asignado, espoleada en esencia por los ideales de Morlac, quien en un principio rehuye debate alguno ante una creencia férrea en los motivos que le han llevado a esa situación. La conversación entre ambos sirve así como instrumento para propiciar una dialéctica en parte enfrentada, pero ante todo dibujada en la postura conciliadora del personaje de Lantier —al que da vida François Cluzet—, cuya resolución (y formas) lo revelan como un débil mecanismo para llegar al lugar deseado, por más que Becker busque otorgarle otra dimensión alejándolo del escenario de la disputa mantenida con Morlac. Es posible, pues, que El collar rojo se aleje de algún modo de la percepción sentimentaloide que podía sustraerse de algunas de sus propiedades, pero tan cierto como que la forma de inducir su discurso se cae, a ratos, por su propio peso, relegando así temas tan válidos e interesantes como los que propone a un plano secundario donde la mayor virtud (y menor pecado) es la de componer un pasarratos tan válido como desdeñable.

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