El cielo del centauro (Hugo Santiago)

La última película del mítico director argentino Hugo Santiago (fallecido en 2018), El cielo del centauro (2015), encierra en su misma estructura un extraño sentido de romanticismo. El protagonista es un ingeniero francés (Malik Zidi) que llega a la ciudad de Buenos Aires en barco para entregar un paquete de parte de su padre a un amigo. Zagros es el nombre que le llevará con un mapa por las laberínticas calles de la capital para completar su misión. Un grupo de malhechores pertenecientes al crimen organizado local se lo roban y amenazan con matarle si no consigue para ellos algo que su líder lleva buscando mucho tiempo: el Fénix, un objeto de forma y función desconocida que actúa a modo de ‹macguffin› durante el resto del metraje. Con esta premisa inicial nos adentramos en un territorio enigmático, entre la comedia de enredo y el espionaje, con un personaje central arrastrado a un mundo que desconoce —repleto de intriga, misterio e ingeniosos diálogos— y digno de una obra de Alfred Hitchcock, al más puro estilo North by Northwest (1959). Los códigos narrativos de la cinta no dejan duda de su carácter irónico, de su autoconsciencia y levedad, que expone al mismo tiempo el profundo amor de su director por la narración cinematográfica como fin en si mismo.

El Ingeniero, que entiende español pero sólo habla francés, se sorprende de que tantas personas conozcan su idioma. Sus trayectos en taxi o a pie le llevan de una punta a otra de la ciudad siguiendo las distintas pistas e indicaciones para encontrar a Zagros y excusarse por perder su entrega. Por el camino se encuentra con una colección de pintorescos personajes que le tratan de ayudar aparentemente o le engañan con pasmosa facilidad. Los espacios urbanos acaban teniendo un gran peso en la ambientación y la expresión física de su protagonista —transitando por no-lugares de todo tipo— recuerda a las andanzas de Monsieur Hulot, por su inocencia y torpeza involuntaria al interactuar con el entorno y también con los demás. Su condición casi de parodia del cine negro hace que, por supuesto, aparezca una peculiar ‹femme fatale› de nombre Elisa (Romina Paula), que trabaja en el Museo Histórico Nacional y, como todo lo demás en este filme, esconde más de un secreto. Secretos que están ocultos a plena vista, que camuflan orden en el caos, verdades entre las mentiras y viceversa. Las obras del pintor Cándido López adquieren aquí una especial relevancia, destacando sus colores en una fotografía desaturada en la que sólo elementos de tonos amarillo, azul, rojo o verde se resaltan en las composiciones de las imágenes.

Un trabajo con la cámara extraordinariamente dinámico —que juega con los reencuadres, los ángulos y la relación del protagonista con la arquitectura de las calles y edificios en movimiento perpetuo— sirve para sumergir al espectador en una trama en la que todo parece posible. Hasta el amor. «El cielo es intratable, prefiero mirarla a usted» le dice el francés a Elisa. En el corazón de la película aparece un triángulo entre él mismo, Elisa y el arte de un pintor que se dedicó a representar escenas de la guerra de la Triple Alianza, sus campos de batalla y sus soldados. En una secuencia bellísima y sobre fragmentos de los lienzos en pantalla, Romina Paula narra la historia de los cuadros y la técnica del artista. Sus hermosas panorámicas, su quietud y vivos colores retratando márgenes de ríos, costas o llanuras con sus verdes praderas, en las que una cálida luz baña las formaciones de los combatientes, los frentes de batalla o las cargas de artillería. Ampliando el detalle de las pinturas uno percibe el sufrimiento y la violencia disimulados en un plano general armonioso. Una idea que Hugo Santiago plasma en El cielo del centauro, proyectándolo en su narración dispersa y aparentemente anárquica. El absurdo de la brutalidad y de las relaciones se encaja en un relato que parece no conducir a ninguna parte. Pero Zagros es, como Santiago, un demiurgo. Planifica globalmente y con anticipación un gran puzle, construido sobre un exhaustivo conocimiento del alma humana, al que acaba dando un sentido inesperado que sólo se puede encontrar desde las alturas, el tiempo y la distancia, desde la misma perspectiva que tomaba el propio Cándido López.

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