Contra el ímpetu en asomarse al vacío que propiciamos desde cualquier medio informativo y redes sociales, nos queda la paciencia de la lectura. Ya sea por la longitud de páginas que componen un volumen impreso. También debido al compromiso de atención lectora, más reposado, quizás volviendo a leer un capítulo anterior que no se haya comprendido. Es cierto que este artículo analiza una película, no un libro. Sin embargo, El caftán azul es un título evocador al poseer aureola literaria. Podría ser una novela por su fuerza, siendo un dato curioso que la directora, junto a su coguionista Nabil Ayouch, no adaptan una obra escrita, sino que escriben un guion original soberbio. Por supuesto que usan resonancias de historias ya conocidas en otras películas o novelas. Pero son pequeños adornos que se perciben, una vez ha transcurrido gran parte del metraje.
En su segundo largo, la cineasta sigue a un matrimonio maduro que tiene un taller textil situado en la medina vieja. Mina, la mujer, ayuda a su marido Halim. Ella es la que administra el negocio y él quien confecciona la ropa. Reciben el encargo de un caftán por parte de una clienta para la boda. La llegada de Youssef, un joven aprendiz, sirve como contrapunto en la relación, rutinas y secretos del matrimonio. Mayram Touzani elige con valentía un tempo más pausado al inicio del film, mostrando las acciones de los tres personajes al mismo ritmo que preparan sus telas. Alisando los bastidores. Deleitados por los botones con forma de higos, que ornamentan los vestidos. Marcando con tiza las aberturas de los tejidos. Esperando que les sirvan material traído de lejos. Esta sucesión de escenas que hilvanan con naturalidad el progreso de la historia, sirven de contraste para revelar a Halim en sus visitas a los baños al terminar las fatigosas jornadas. O para conocer más a Mina con sus desmayos, dolores y sufrimiento en soledad, mientras lo espera en casa.
En este juego de miradas, diálogos, silencios y encuentros entre los tres personajes, la directora logra captar nuestro interés midiendo las rutinas en una evolución sutil. Empleando el paralelismo en la confección del caftán, simultánea a las revelaciones de los protagonistas. Con una partitura musical que dinamiza algunos momentos tiernos y otros dramáticos, aunque sin subrayar la imagen. Maneja la dirección escénica con seguridad, aporta calidez ambiental en un entorno antiguo que se percibe contemporáneo, pero también podría ser pretérito. La película se sostiene con una estructura que se desarrolla sin acelerones. Con capacidad de observación, empatía y respeto por tres seres humanos que parecen formar un triángulo al comienzo. Una jerarquía en la que el vértice principal por dominio es Mina. Cuando el largometraje llega a su ecuador se cae esa verticalidad del triángulo, para situar en un eje horizontal los motivos de los personajes. Las relaciones, entonces, los equilibran, los colocan en igualdad de condiciones. Los tres forman un terceto afinado, casi musical, que permite dar los mejor de sí mismos con sus actos. Además se renueva la planificación cerrada en primeros planos o algunos detalles y otros cortos. El espacio se abre mediante encuadres generales en la mirada de Mina, mientras observa la peluquería bajo su casa. La vecina que no aguanta la música. O el entierro festivo que recorre los callejones. Una apertura de los escenarios que se repite en los baños a los que acude Halim, ya captados de forma colosal, más luminosa. El caftán azul demuestra la maravilla de unir la forma y el contenido de manera coherente. Es capaz de justificar que dos enamorados pueden mantener su amor, separado del deseo. También certifica la miopía de los académicos de Hollywood, incapaces de reconocer uno de los mejores trabajos recientes con la luz, texturas, sombras y rostros de los actores, a cargo de Virginie Surdej, directora de fotografía. Por supuesto el poco tacto de no incluirla entre las nominadas a film de lengua extranjera. Es coherente porque no hay galardón lo suficientemente bueno para premiar una obra sabia, humana, tan cercana y esperanzadora. Con ecos que asimilan escenas mágicas de Truffaut en Jules y Jim o el espíritu de El inmoralista, la novela de Andre Gide. Una gran historia de amor que se teje como las mejores prendas. Una película que destierra la sobrevaloración del artista frente a la maestría sin engaños. La de una artesana.