Las relaciones de dominancia son una constante en El amo ya desde su primera secuencia, en una escena de sexo entre Menshov, el protagonista, y su mujer. Un hecho que no parece ni mucho menos casual aunque Bykov pronto extrapole dicha propiedad a un contexto mucho más específico cuando Menshov salve a un hombre de la muerte segura tras un accidente automovilístico.
Será entonces cuando la silueta de ese personaje, de nombre Rodin, se filtrará en todos los ámbitos de la vida de Menshov, recibiendo, en una primera toma de contacto, la llamada telefónica que le desprenderá de una inspección que parecía poder conllevarle problemas en su taller, e incluso realizando una brusca intromisión en el hogar familiar, apareciendo sin previo aviso y generando una incómoda situación.
Bykov describe la relación entre ambos hombres en especial desde lo gestual y lo visual —como en esa batida donde irán a cazar perdices y, con un sencillo juego de foco, el ruso desliza la dominancia de Rodin sobre su compañero—, aunque tampoco evita expresar la embarazosa coyuntura que afrontará la mujer de Menshov en su reticencia ante la nueva amistad de su marido y todo lo que parece conllevar.
El amo relata con trazo esa toma de contacto inicial, y advierte de la posición privilegiada de Rodin, que con su solo nombre hace retroceder a cualquiera, siendo capaz además de controlar toda situación a su antojo. Un hecho que rápidamente se dilucida en el vínculo entre ambos personajes, siendo Menshov manipulado de un modo tan sencillo como eficaz, disposición que el autor de The Fool dibujará en esa secuencia en la casa de Rodin, donde convocará a sus seres cercanos para celebrar su “nacimiento”, terminando con un certero disparo a una veleta que no podría simbolizar más con menos.
La primera parte del film se construye, cierto, sin sutilezas, pero con una calma chicha que no necesita grandes estímulos para dar forma a un retrato socio-político ya habitual en su cine. Y es que a través del detalle —ese colgante al cuello de Rodin en el momento del rescate, por poner un ejemplo— y una narrativa pausada pero tensa, dilucida de nuevo la realidad de un país donde el poder emerge como algo más que un eje articular, deslizándose incluso en una intimidad que Bykov retrata a través de alguna que otra pugna familiar.
Es, no obstante, en esa confluencia desde la que otorgar un desarrollo propicio, donde se produce un agolpamiento de secuencias obviando la cadencia que dotaba de una dimensión distinta al film. Sí, puede que el cineasta defina en ellas una serie de conflictos e inquietudes desde las que desplegar lo expuesto hasta el momento, pero anula asimismo una faceta psicológica que se había mostrado de lo más oportuna. No es que hasta entonces El amo revistiera una enorme profundidad, pero sí cuanto menos una interesante progresión que pronto queda coartada. Con ello, no sólo pierde la envergadura que le brindaba esa pausa y ese saber estar, sino el carácter introspectivo ya mostrado por su autor en títulos como la sugestiva The Major.
A pesar de una premura extraña en los tiempos que corren, resulta obvio que Yuri Bykov continúa ofreciendo una certera mirada desde la que radiografiar la realidad de su país, y aunque el film que nos ocupa no esté entre sus piezas más destacadas —e incluso en ocasiones se sienta un tanto errática en su apresurado recorrido—, esa desesperanza a la que se apega es quizá uno de los espejos más certeros desde los que abordar un amargo panorama.

Larga vida a la nueva carne.