Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro, Miguel Gomes)

Si no es una película Covid ni una cinta sobre el confinamiento, entonces ¿qué es Diarios de Otsoga (2021)? Miguel Gomes codirige este nuevo largometraje junto a Maureen Fazendeiro, en el que vemos a dos hombres y una mujer jóvenes pasando el tiempo en una casa, en su jardín, en una furgoneta. Hablan sobre la posibilidad de realizar una fiesta. Y entonces seguimos con una situación del día inmediatamente anterior, a partir de la estructura cronológica inversa que supone el eje narrativo del filme. Juegan a billar, visitan un criadero de mariposas, se bañan en una piscina. La vegetación a su alrededor es abundante e incluso cuentan con un huerto de árboles frutales y animales exóticos. Otsoga podría ser el nombre de una remota tierra tropical desconocida, proveniente de relatos de épicos viajes de la antigüedad. Pero es Portugal y son tres intérpretes, acompañados de un equipo de rodaje que no tarda demasiado en hacerse presente. El dispositivo cinematográfico se expone para contener el propio proceso de creación y las dinámicas entre el grupo de técnicos, la guionista Mariana Ricardo y las personas que soportan otras tareas de cocina o limpieza. La obra se revela así como un diario de rodaje autoficcionado sobre un puñado de personas confinadas en plena pandemia, determinados a realizar este proyecto durante unas semanas sin contacto con el exterior.

¿Cómo filmar durante un crisis sanitaria en la que estamos obligados a mantener distancia social y evitar el contacto físico? Esta propuesta también supone un cuestionamiento, no sólo sobre los límites de la ficción y la realidad que la inspira, sino sobre la dimensión humana del cine, los movimientos en escena y delante de la cámara, el contacto entre los cuerpos. Una de las escenas involucra un beso entre dos de sus personajes y en otro día distinto se discute la imposibilidad de realizarla debido a que uno de ellos ha aprovechado el día libre para escaparse y hacer surf, poniendo en riesgo toda la producción. Fuera de Otsoga, fuera de este jardín voluptuoso de libertad creativa exuberante, las normas sociales y las convenciones de expresión afectiva colapsaban. Dentro de los confines de la pantalla —con Crista Alfaiate, Carloto Cotta y João Monteiro— vemos una serie de actividades, de rutinas diarias, de trabajos que realizan sin un sentido alguno más allá de subrayar la idea de acción en el momento, en el ahora. Igual que sus escenificaciones más aparentemente dramatizadas, con una multitud de gestos que no tienen más justificación que la celebración del ser. Bailar, escuchar música, mirar el paisaje, llevar una carretilla, conducir un tractor, anhelar la compañía de otros. Lo inmediato, lo banal, pequeños destellos de vida delante de una mirada delicada de la cámara, que propone la complicidad con el espectador en cada pequeño o gran movimiento para seguir a sus actores o volver la mirada a los que les graban.

Durante el día la luz cálida que capta su fotografía en 16 mm baña las localizaciones casi como en una ensoñación de un paraíso perdido. Durante la noche, la expresiva iluminación con colores primarios añade una ambientación de fantasía onírica. Ahí fuera parpadean luces que entran por las ventanas de la casa como si fuera la decoración de un local nocturno de los años ochenta, revistiendo a las tomas de una falsa artificialidad de decorado. Según avanza el metraje, la preponderancia del proceso creativo en la película se hace notar, en un ejercicio que define el carácter más autorreflexivo de Diarios de Otsoga. Sin embargo, las anécdotas durante el rodaje, los entresijos de la preparación de las escenas y las discusiones entre el equipo construyen un punto de vista coral que documenta un trabajo colectivo en el que la implicación de todos se asume como imprescindible, además de sus peculiares personalidades. Diarios de Otsoga es una reivindicación de lo mundano de nuestros vínculos personales y actos, de la creación fílmica y sus intrincados caminos artísticos. Y entonces suena The Night de Frankie Vallie & The Four Seasons y todo se acaba en un relato del que se percibe cierta circularidad e intrascendencia, que transmite la levedad de lo cotidiano festejando el cine y la vida como dos entidades inseparables, que se experimentan y mediatizan irremediablemente una a través de la otra.

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