Un gran número de documentales de compositores y grupos de música famosos ha inundado el terreno de la no-ficción. Se trata de un producto que oscila entre dos formatos: la exhibición de un concierto-gira o la presentación de un personaje (o varios) de origen humilde que, inesperadamente, choca con la imprevisible ola del éxito. Es habitual invocar, en este segundo caso, a diversos (y destacados) testimonios dando fe de lo inhabitual en el inmenso talento y éxito del compositor. Y así hasta llegar al descenso del mismo (ya sea por el despeño desde la cima de la ola o por la propia muerte del protagonista). Si el grupo cuenta con la aclamación popular suficiente, ni siquiera es necesario este desenlace. En resumen, se trata de algo así como el género que ejerce la función equivalente a la del biópic en el terreno de la ficción. Hablando en plata, el comodín de las productoras para los momentos en que el saco de creatividad escasea.
Como pasa con todos los géneros, es un tipo de película ni bueno ni malo que puede realizarse con más o menos encanto. En mi opinión, los casos de The Beattles: Eight Days a Week (Ron Howard, 2016), Maria by Callas (Tom Volf, 2017) o Amazing Grace (Alan Elliot, Sydney Pollack, 2018) son buenos ejemplos de “producto funcinal” cuya valoración depende de la afinidad que sienta el espectador hacia los artistas; mientras que los títulos Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012), Marley (Kevin Macdonald, 2012) o Amy (Asif Kapadia, 2015) trascienden a la música de los protagonistas puesto que contienen elementos interesantes de por sí. Si se me permite la cursilería, los primeros casos parecen más bien reportajes televisivos mientras que los segundos son auténticos productos cinematográficos (aún cuando ambos cuentan con los tres elementos esenciales del género: entrevistas, material de archivo y la música de sus estrellas).
Searching for Sugar Man tenía como punto fuerte un potente giro de guión. Marley contaba con aquella hipnótica fluidez en el devenir de la historia. Amy prescindía de la imagen de los entrevistados para que sus voces se diluyeran en el material de archivo. Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan debe su éxito al descaro con que Julien Temple narra la apasionante historia de su protagonista. El director describe sin pudor las experiencias del compositor: su pasión por la cultura irlandesa, su presencia en los pubs desde la más tierna infancia, su alcoholismo crónico iniciado con apenas cinco años, su simpatía con la organización armada IRA, sus palizas (dadas y recibidas) y hasta su breve coqueteo con la prostitución. Todo ello inundado de música folc(k)lórica (popular y compuesta por MacGowan), acompañado de breves fragmentos animados y montado a un pulso vertiginoso.
Pero insisto: estamos ante un personaje espectacular. Ya desde el principio la grandiosidad de su aportación musical se manifiesta con la irrupción de un impresionante recital, brillantemente ecualizado, que convierte la música en otro inmenso personaje que envuelve toda la sala. Y uno tiene la sensación de estar en medio del concierto. El duro golpe viene cuando descubrimos al actual Shane MacGowan, postrado en una silla de ruedas, con la cabeza torcida, provisto de un cigarrillo y con la mirada perdida. Su mente permanece lúcida y sus recuerdos intactos, de modo que las observaciones que nos regala derivan en un profundo contraste de personajes (el pasado y el presente) que acaba por convertirse en el auténtico protagonista del film. Ni siquiera la presencia de personalidades tan conocidas como la del actor Johnny Depp o el político activista Gerry Adams hacen sombra a este juego de punto-contrapunto (incluso cabría decir que contribuyen a alimentarlo).
Tenemos, en definitiva, un producto que trasciende a su propio formato. Porque no solamente se desbanca de los tres “ejemplos funcionales” expuestos en el segundo párrafo. Ni siquiera creo que pertenezca al grupo de los otros tres. Más bien me parece un título con personalidad propia que sólo pretende narrar, no tanto la historia de un personaje, como la de su interacción con el brutal entorno en el que alguien (Dios, según él) lo puso. En resumen, un producto que sí encaja en cualquier colectivo casi de forma casual, tan alejado de sus compañeros (aquellos que mayoritariamente captan la atención del público gracias a la popularidad del artista retratado) que hasta consigue impregnar de pasión a sujetos tan poco afines a la música de Shane MacGowan como un servidor.