Bomb City (Jameson Brooks)

La película se abre y se cierra con la voz en off de Marilyn Manson reflexionando no tanto sobre juventud y violencia, que también, sino sobre cómo la segunda se percibe, interpreta y castiga de un modo o de otro dependiendo de quién la ejerza y la padezca. El debutante Jameson Brooks no pretende, pues, sentar cátedra sobre el ‹angst› juvenil en los USA (aunque deje sugerir, muy de pasada, su conexión con las grietas del Sueño Americano), sino señalar las profundas diferencias de clase que vertebran la sociedad estadounidense, diferencias que el crimen real que inspira la película pone claramente en evidencia. Es una película sobre el odio: el odio al diferente, al que desafía las normas sociales o, simple y llanamente, profesa un estilo de vida que no entendemos. Si su título original alude a una violencia soterrada que amenaza con estallar en cualquier momento, ésta se diría que pende de esa perplejidad, derivada luego en intolerancia y hostilidad, hacia quienes osan desmarcarse de lo que se considera socialmente aceptable. Bomb City funciona también, pues, como mirada empática y comprensiva a una cultura (el punk) usualmente malinterpretada (cultura que Brooks aborda con la voluntad de desmontar mitos e ideas infundadas, demostrando que puede tener un carácter más constructivo —por creativo— que destructivo), pero también con la necesidad de denunciar la hipocresía que subyace en quienes condenan actitudes y comportamientos que luego toleran o pasan por alto cuando quienes los llevan a cabo son sujetos modelo de la sociedad, es decir, “niños bien” criados en familias pudientes y respetables (respetables por pudientes, entiéndase).

Es una película indignada que consigue traspasarnos su indignación con mucha facilidad (algo no especialmente complicado, ya que el suceso real y su desenlace enfurecerían a cualquier persona sensata), pero es precisamente esto, el querer plasmar con demasiada nitidez las debilidades del sistema judicial americano, lo que limita en gran medida su alcance. No creo, honestamente, que Brooks desconfíe de la capacidad analítica del espectador, pero lo cierto es que acaba dándonos las cosas demasiado masticadas al recurrir, en su tramo final, a esos insertos en off de la entrevista a Manson que citábamos antes, y que en esencia no hacen más que verbalizar redundantemente las preguntas y tesis que plantea la película, haciendo que ésta se torne demasiado obvia y discursiva, demasiado regida por un único y doble propósito rector: por una parte, honrar a quien tristemente sufrió aquellos hechos, y por otra, denunciar el alto grado de desigualdad que aún se percibe en la sociedad estadounidense, especialmente en regiones tan conservadores como Texas, donde transcurre la acción. No puede decirse que Bomb City no cumpla sus objetivos con cierta holgura, pero en el proceso la sutileza se ha visto algo maltrecha; faltan matices y ambigüedad, y sobra cierto exceso dialéctico (y cierta retórica visual tendente a subrayar lo evidente) en sus últimos minutos. Asimismo, uno siente, desde los primeros compases, que resulta muy sencillo adivinar tanto las intenciones del director como los derroteros que tomará la trama.

Estas cuestiones sólo enturbian parcialmente los logros de una película ante todo comprometida, acaso demasiado bienintencionada o demasiado pendiente de no traicionar la memoria del joven protagonista como para resultar del todo satisfactoria, pero por lo demás perfectamente competente: está narrada con fluidez, interpretada de forma convincente por su joven y desconocido reparto, y ostenta unas labores de fotografía y acompañamiento musical (obra de Jake Wilganowski y Cody y Sheldon Chick, respectivamente) muy conseguidas, especialmente en lo que atañe a una banda sonora que pauta con turbiedad y sutil sentido de la tragedia la tensión creciente que atraviesa la película. Y, sin embargo, no llega a generar esa sensación de aprensión, de desasosiego, que suele caracterizar a aquellas obras en las que un suceso violento va gestándose lentamente a lo largo del metraje, hasta estallar definitivamente en el desenlace. Aquí, cuando acontece lo inevitable, el espectador está quizás demasiado mentalizado como para sentirse sacudido o conmocionado por lo sucedido. Lo que nos lleva a lo que comentábamos antes: Bomb City, siendo una obra estimulante y que aborda un tema complejo y conflictivo, cae en el error de mostrar demasiado pronto sus cartas, y de subrayar demasiado sus conclusiones en un epílogo mejorable. En lo que no falla es en reflejar la desigualdad endémica del sistema: siempre existirá, nos tememos, gente con privilegios cuyos actos se medirán con una benevolencia que se le niega a quienes no los gozan. En este sentido la película no puede ser más descorazonadora, y su llamada a la concienciación y la indignación, merecedora de ser escuchada.

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