Bienvenidos al fin del mundo (Edgar Wright)

Se acabó. La trilogía de los tres sabores de Cornetto ha tocado a su fin.

Casi diez años han transcurrido desde que Edgar Wright y Simon Pegg sorprendiesen a medio mundo con Shaun of the Dead —cinta que recibió el ridículo título de Zombies Party en nuestro país—; filme que consiguió trascender a su naturaleza paródica, convirtiéndose en referente del subgénero zombi al que intentaba caricaturizar, y creando esa suerte de icono pop en el que se han convertido la pareja de cómicos británicos compuesta por Simon Pegg y Nick Frost. Tres años más tarde, el equipo volvió a reunirse y, repitiendo esquemas, dio a luz Hot Fuzz —obviemos adjetivar su título español, Arma Fatal—: parodia en este caso del cine de acción y las «buddy movies» que terminó siendo una de las cintas más sólidas de la segunda mitad de la década dentro de su categoría, y que confirmó el estatus de Wright como realizador al que seguir la pista muy de cerca, ya no sólo por su dominio narrativo sino también por su apabullante e intenso estilo visual.

Bienvenidos al fin del mundo

A lo largo del lustro transcurrido desde el estreno de Hot Fuzz, muchas han sido las voces que han clamado por el anhelado cierre del tríptico del Cornetto, y al fin, sus —nuestras— plegarias han sido escuchadas. Edgar Wright y Simon Pegg han reunido a gran parte de sus colaboradores habituales desde sus andanzas televisivas en la maravillosa Spaced y nos brindan, cual guinda de suculento pastel, un cúlmen inmejorable a su trilogía con Bienvenidos al fin del mundoThe World’s End—.

Tras el terror de Shaun of the Dead y la acción de Hot Fuzz, Bienvenidos al fin del mundo toma la ciencia ficción de corte más clásico para envolver una historia que, pese a moverse en todo momento por registros cómicos, deja lugar a un trasfondo melancólico y por momentos agridulce, que toca temas tan apropiados para este grupo de cineastas como son la maduración o la necesidad de romper con el pasado. Estas temáticas trascienden al filme, y aluden a la evolución detrás de las cámaras de un realizador como Edgar Wright quien, con el paso de los años, ha experimentado una evolución más que patente en el dominio de sus recursos.

La maduración de Wright puede apreciarse siguiendo dos vías a la hora de analizar Bienvenidos al fin del mundo.
Por una parte, el desparpajo del realizador británico a la hora de desenvolverse rodando acción se ha incrementado notablemente tras su experiencia dirigiendo Scott Pilgrim vs. The World. Gracias a esto, Bienvenidos al fin del mundo combina ese montaje desenfrenado y las planificaciones ajustadas al milímetro marca de la casa con batallas campales en plano secuencia que consiguen desencajar mandíbulas convirtiendo el filme en una montaña rusa cuando las circunstancias así lo exigen.

Bienvenidos al fin del mundo

No obstante, el mayor logro de la cinta es combinar esta maduración formal con una sazón óptima de los aspectos emocionales. Entrar en el corazón del espectador apelando a la nostalgia referencial a la hora de cerrar una saga puede resultar obvio y sencillo, y por ello Bienvenidos al fin del mundo no se queda en terrenos tan superficiales —aunque los emplee satisfactoriamente—. La obra magna de Wright cuenta con unos personajes redondos con los que no es complicado identificarse —menos aún si el síndrome de Peter Pan sobrevuela nuestras vidas—,  y cuyo debate interno sobre romper con el pasado o integrarlo en sus vidas, sus miedos, y sus viejas heridas aún abiertas calarán fuerte en todo joven con miedo a crecer y en todo adulto que entona el «forever young» como himno personal, convirtiendo a Bienvenidos al fin del mundo en el binomio perfecto entre acción y emoción.

Un Cornetto de fresa, blanco y rojo para representar la sangre y la camisa de Shaun; otro de vainilla, con su envoltorio azul y blanco, símil de los colores del uniforme de policía del agente Nicholas Angel; y un último Cornetto de menta y chocolate. Un Cornetto cuyos colores verdes evocan a esa ciencia ficción añeja que Bienvenidos al fin del mundo homenajea de manera tan efectiva, y cuyo sabor hace contrastar la dulzura propia del chocolate que envuelve al artificio cómico y de acción salvaje, con el punto seco e incluso amargo de una menta que encarna ese componente melancólico. Elemento que implica tanto el pánico a crecer que compartimos con el  protagonista del filme, como el miedo a no volver a experimentar tantos buenos momentos delante de una pantalla como los que nos han ofrecido Wright y sus chicos.

Bienvenidos al fin del mundo

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